Diego Pérez, ‘Tejero’, (Córdoba, 1949), llegó a Ibiza para trabajar en las obras de un hotel y convertirse en encofrador. Un accidente de tráfico lo llevó al hospital, donde conoció a su esposa y lo apartó del gremio de la construcción. Tras una temporada como frutero, pasó el resto de su vida laboral tras el volante de un autobús y «disfruté de la vida todo lo que pude» junto a su amigo Juan Pedro.
—¿Dónde nació usted?
—Nací en Pitres, un pueblo que está en las Alpujarras de Granada, del municipio de La Taha. Yo era el pequeño de los seis hermanos, aunque somos dos parejas de mellizos: los dos mayores y mi hermana Rosa y yo.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre, Rosa, era panadera. Hacía pan para los vecinos del pueblo o les dejaba el horno para que hicieran sus amasijos a cambio de que le dejaran medio pan o uno entero, dependiendo de lo que se hiciera. No se cobraba con dinero. Por esa razón, nunca nos faltó pan en la mesa de casa. A lo que se dedicaba mi padre, Francisco, básicamente era a ir a buscar leña para que no faltara para el horno del pan.
—¿Iba usted al colegio?
—Al colegio fui muy poco. Lo que yo hacía era lo mismo que mi padre y que mis hermanos: ir a buscar leña al bosque para el horno de mi madre. Mientras, mis hermanas eran las que ayudaban a mi madre haciendo el pan. Era un trabajo muy duro. Recuerdo que pasé un día de la Lotería de Navidad solo con mi mulo, mi hacha y mi azadón en medio del campo buscando leña.
—¿Estuvo muchos años trabajando en el bosque?
—Hasta que tuve 15 años. Me cansé de tanta leña y, por qué no decirlo, de las discusiones con mi padre. Como había oído la canción de Los 3 Sudamericanos, ‘Me lo dijo Pérez, que estuvo en Mallorca’ y unos vecinos iban allí a trabajar, me fui con ellos.
—¿Encontró trabajo?
—Sí. Estuve trabajando en Mallorca un año, en Son Rapinya. Enseguida me puse a trabajar en la construcción de un hotel. Como era demasiado joven y el jefe había visto que era buen trabajador, se las acabó apañando para poner en la cartilla que, en vez de 1949, había nacido en 1948 y poder contratarme. La misma empresa fue la que construyó el hotel Hawai en Sant Antoni y me mandaron allí a trabajar. Aquí, junto a mi compañero, un gallego que se llamaba Pascual, me convertí en encofrador.
—¿Decidió quedarse en Ibiza?
—Sí. Pero nada más decidirlo, un tiempo después de regresar de la ‘mili’, tuve un accidente muy grande con la Montesa que me había comprado. Estuve más de un año en la clínica de Vilás. Allí había una auxiliar de enfermería, Paquita, que estuvo trabajando con Vilás durante 44 años. Antes de que me dieran el alta ya nos habíamos casado, yo todavía con la muleta. Estaba cojo de una pierna, no de las tres (risas). No tardamos en tener a nuestro hijo, Daniel, y ahora ya tenemos a nuestra nieta, Laudelia.
—¿Pudo seguir en su oficio de encofrador tras recibir el alta?
—No, con las secuelas del accidente no podía trabajar como encofrador y me puse a trabajar como frutero con Rieró durante cuatro o cinco años. Cuando me encontré mejor, aprovechando que me había sacado el carnet de camión en la ‘mili’, decidí sacarme el carnet para llevar autobús. De esta manera, estuve trabajando, también para Vilás, durante 30 años como conductor de autobús. Hasta que un ictus me retiró a los 53 años. Estuve tres meses en una silla de ruedas y todo.
—Durante tres décadas de oficio, habrá cosechado mil anécdotas detrás del volante.
—Ya lo creo. Yo llevaba el número 43, un autobús que decían que había sido de los militares y que había estado en el asalto al Congreso el día del golpe de Estado del 23–F. Por eso me llaman Tejero, un apodo por el que ahora me conoce todo el mundo. Más que línea, lo que hacía siempre era la ruta entre el aeropuerto y los hoteles. También hacía excursiones a la playa o despedidas de soltero y de soltera. Eso era lo más divertido. En la época del ‘Club 18/30’ era un desmadre espantoso. ¡Madre mía! Hacían lo que les daba la gana, iban desnudos y todo. Pero también daban problemas los viajes de señores mayores: todos querían sentarse en el asiento de delante y llegaban a pelearse y todo.
—¿Ha cosechado alguna afición?
—Con mi amigo Juan Pedro hemos sido tremendos. A los dos nos gusta mucho el mundo de los toros e íbamos a torear juntos al Fiesta Club. Aunque disfrutamos mucho juntos y no me arrepiento de nada, también fuimos un poco demasiado bandidos. No sé cómo mi mujer me ha aguantado tanto tiempo. Alguna vez acabamos en Andorra o en Cuenca sin pedir permiso a la familia. Juan Pedro ha sido siempre mi mejor amigo; cuando estuve en el hospital no dejó de visitarme ningún día. A día de hoy seguimos juntándonos todos los sábados para desayunar con nuestro amigo Gervasio en Es Camí Vell. Ahora ya no valemos para ir de fiesta como antes (risas).