Loli Barbero, (Ibiza, 1955) encarna la esencia de la vida cotidiana de la Dalt Vila de antaño. Criada en la Plaça de Vila, Loli ha vivido momentos clave que reflejan el cambio social y urbano de la isla a lo largo de las décadas. Desde su infancia en Dalt Vila hasta su vida como ama de casa y cuidadora, su relato es un testimonio de la Eivissa de antes.
—¿Dónde nació usted?
—Nací justo detrás del obispado, en la calle Soledad, donde estaba la casa de mis abuelos, Joan ‘Guillem’ y Margalida. Mi abuelo siempre me decía que era la niña más bonita de la calle Soledad, y era verdad. ¡Era la única! (ríe).
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, Ramón, se dedicaba a la hostelería en verano, era camarero, y en invierno era albañil. Mi madre, Maria de Can Coll, trabajó desde los siete años en casa del general don Ramón Gotarredona. Allí fue donde conoció a mi padre, que vino desde la Alpujarra, en Granada, a hacer la ‘mili’ y lo pusieron como asistente de Gotarredona.
—¿Tuvo usted contacto con el general Gotarredona?
—Sí, siempre me quiso mucho. Si nos cruzábamos en la calle, siempre me paraba para saludarme y hablar un rato, hasta el día que me vio vestida con un pantalón. A partir de ese momento, nunca más me volvió a dirigir la palabra. Era un hombre duro, pero que cuidaba mucho de sus soldados. Tanto que incluso se preocupaba de probar la comida que les iban a servir para dar el visto bueno. Mi madre me contó que, un día que se presentó a una hora distinta a la habitual, descubrió que le preparaban un plato especial para él y mandó tirar toda la comida y que la volvieran a preparar de manera decente.
—¿Vivió siempre en la calle Soledad?
—No. Aunque nunca dejé de ir a ver a mis abuelos, muy pronto fuimos a vivir a la Plaça de Vila, donde nacieron el resto de mis hermanos, Juan José (†), Vicent (†) -mi otra mitad- y Ramón. La vida en la Plaça de Vila era una maravilla, como una pequeña aldea. Un pequeño universo en el que nos conocíamos todos, donde todas las puertas estaban abiertas y los niños entrábamos en las casas de los demás como si fueran nuestras. Estaba la tienda de María en la Escala de Pedra, al lado estaba Cristina, también estaba la carpintería de Can Viqueria, la carbonera o la lechería de Mercedes. Había hasta tres panaderías: la de Marrota, la de Planells y la de Bernat, que estaba justo debajo de mi casa. En invierno iba bien, pero en verano teníamos que salir a dormir a la terraza por el calor del horno. La pandilla de niños y niñas de la plaza estábamos muy unidos, eso sí, no parábamos de darnos leña. Literalmente. Un hijo de Planells, ‘Luisito’, un día que nos estábamos peleando, me dio un porrazo con un palo del montón de leña que tenía en la puerta de la panadería de su padre. Todavía tengo la cicatriz debajo del labio. Eso sí, él también se llevó lo suyo (ríe). Eso entre nosotros, que éramos amigos, porque con los niños de sa Carrossa éramos verdaderos enemigos. Solían colocarse sobre el Patio de Armas para acribillarnos a base de pedradas.
—¿Hasta cuándo vivió en la Plaça de Vila?
—Hasta que tuve unos nueve o diez años, aunque no dejé de ir nunca. Fuimos de los primeros que nos marchamos de Dalt Vila para vivir en un piso de la avenida España. Mi abuelo vendió unas tierras y le dio para comprar dos pisos y una planta baja. Y es que, en la Plaça de Vila dormíamos los cuatro hermanos en la misma cama, dos en la cabeza y dos en los pies. Cuando llegamos a un piso con cuatro habitaciones y una cocina en la que cabíamos todos, me sentí como si fuera rica. Poco después, mi padre cayó enfermo y murió muy joven, con solo 44 años. Se decía que fue un ‘constipado’, una angina de pecho, pero no fue hasta mucho tiempo después cuando supe que fue por un cáncer. Y es que, entonces, la palabra ‘cáncer’ era tabú.
—¿Dónde fue al colegio?
—Primero con María Planells, que estaba al lado del Ayuntamiento. Tenía un cuarto oscuro en el que aseguraba que había ratas, y nos encerraba allí cuando nos portábamos mal. Siendo como yo era, pasé por ese cuarto unas cuantas veces (ríe). Eso fue antes de ir a las monjas de San Vicente, cuando todavía estaban en un piso entre la calle de la Virgen y Sa Peixateria. El primer día, una niña, que era muy grandota, me robó el bocadillo que me había hecho mi madre. En el colegio conocí a mi mejor amiga, Tere, a quien le hacía de ‘whatsapp’ con su novio Manolo, y por eso en su casa yo les parecía una mala influencia. Hoy seguimos siendo buenas amigas y ella sigue felizmente casada con Manolo.
—¿Siguió estudiando?
—No. Con el tiempo me arrepentí, pero a los 14 años decidí que lo de estudiar no era lo mío. Así que mi padre me compró una BH y me puso a trabajar en el hotel Mare Nostrum, donde él trabajaba como maître. Yo creí que iba a trabajar con él, con mi cofia y mi delantalito blanco, pero no: me puso a limpiar habitaciones. ¡Me hacía 24 yo solita! Al año siguiente me busqué otra cosa, un trabajo en unos souvenirs de la calle Ramon Muntaner y, al año siguiente, en la perfumería Styl hasta que me casé. ¡Tonterías que hace una cuando es joven!
—¿Con quién se casó?
—Con Miguel, de Alfarnate, Málaga. Era pastelero en Can Vadell y cada mañana a la misma hora iba a repartir el pan a la tienda donde yo iba a comprar el bocadillo. Así nos conocimos. Total, que nos acabamos casando cuando yo tenía 21 años y enseguida tuvimos a nuestra hija, Sílvia, que tiene a nuestras nietas Alba y Jana. Después tuvimos a Miguel Ángel, que tiene a nuestro nieto, que se llama como él.
—¿Siguió trabajando tras su matrimonio?
—No. Desde entonces he sido ama de casa. También he estado cuidando mucho tiempo: cuidaba de mis hermanos pequeños mientras mi madre trabajaba en casa de Gotarredona, después cuidé de mi madre cuando se hizo mayor, también de mi suegra y, hasta hace nada, que ya han crecido, de mis nietos.