La vida de Pepita Torres (Sant Antoni, 1959) está íntimamente ligada a la evolución turística de Ibiza. Criada en el entorno, todavía rural, de Can Tià, conoció desde pequeña el contacto con los primeros visitantes extranjeros que llegaban a la isla, cuando el turismo aún era un fenómeno incipiente y familiar. Su curiosidad y su carácter inquieto la llevaron a estudiar idiomas y formarse en gestión hotelera, con el objetivo de abrirse camino en una industria que entonces comenzaba a transformar la economía y la sociedad ibicenca. Durante más de dos décadas trabajó en la recepción de varios hoteles, donde descubrió otras culturas y vivió la profesionalización del sector turístico. Posteriormente, junto a su marido, emprendió una nueva etapa en el ámbito de la estética y la salud, hasta su jubilación. Hoy, Pepita sigue activa y comprometida con su comunidad: forma parte de la junta directiva del club de mayores de Sant Antoni, donde continúa poniendo su energía y simpatía al servicio de los demás.
—¿Dónde nació usted?
—Nací un 19 de diciembre en Can Pratets, la finca donde trabajaban mis padres como mayorales desde que llegaron de Sant Mateu. Cuando yo solo tenía seis meses, nos mudamos a la casa que construyó mi padre, Can Tià, donde vivimos siempre mis cuatro hermanas y yo hasta que nos casamos.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, Toni, trabajaba en la construcción. Mi madre, Maria de Can Joan Cova, se dedicaba a «sus labores»: criar a sus cinco hijas —Maria, Cati, Toñi, yo y Teresa, que vino nueve años más tarde que yo, por sorpresa. Hasta entonces, a mí siempre me llamaban «sa menuda» (risas)—; cuidar de su marido, además de mantener la casa limpia, lavar la ropa, plantar patatas, pimientos, tomates… ocuparse de las gallinas, de los conejos y de los demás animales. Además, le encantaba cuidar un jardincito que tenía en casa. Era tan bonito que los extranjeros se hacían fotos con las flores. Incluso muchas veces intentaban llevárselas. Era un espectáculo escuchar a mi madre reprender a los extranjeros en eivissenc, aunque yo hablaba inglés, era más divertido oír cómo se hacía entender (risas).
—¿Eran muy traviesas sus hermanas y usted?
—No éramos malas. Éramos un poco «enterques», según mi madre, y presumidas. ¡Muy presumidas! Sobre todo, Toñi y yo. Cuando éramos pequeñas no teníamos más que un vestido bonito que era única y exclusivamente para ir a misa los domingos. Toñi y yo lloriqueábamos seguido porque queríamos ponérnoslo y, para que no lo estropeáramos, mi madre acabó colgándolo del techo para que no lo cogiéramos. Tendríais que vernos subiéndonos a las sillas e intentando llegar hasta el vestido con el palo de una escoba mientras mi madre gritaba desde la cocina: «Així mateix garrides, mira que venc!» (risas). Detrás de casa teníamos un bosquecito donde había una sabina con el tronco retorcido en forma de curva que convertimos en lo que llamábamos nuestro «xamaco»: nos subíamos al tronco a modo de caballito y nos balanceábamos sobre él.
—¿Qué recuerdos guarda del colegio?
—Que no quería ir (risas). Para convencerme, cuando solo tenía cinco años, mi madre me bordó unas puntillas en la bata para que me viera guapa. Me llevaron con doña Angelita que, aunque era muy buena y tenía mucha paciencia, y yo llevaba las puntillas en la bata, no lo vi nada claro. Estaba lleno de «garrits» que no conocía de nada, incluso algunos solo hablaban en castellano. A la hora del recreo, me escondí debajo del pupitre hasta que doña Angelita me convenció (risas).
—¿Cómo recuerda la llegada del turismo a Sant Antoni?
—Desde pequeñas tuvimos contacto con un señor extranjero, un periodista sueco, Bertil Larsson, que venía cada año a vernos y nos hacía fotos con su cámara. Teníamos una relación muy bonita con él; por nuestros cumpleaños siempre nos mandaba 10 coronas suecas y, cada vez que venía, nos traía unas barras de chocolate. Hablaba algo de español y se las apañó para entenderse con mi familia y escribir un artículo en la prensa sueca sobre una familia típica ibicenca: la nuestra. Pero a este hombre nunca lo vimos como a un turista, sino como a un amigo de la familia, que es lo que era. Hasta que cumplí 10 o 12 años apenas tuve conciencia de que hubiera turistas. Hasta entonces, apenas salíamos de casa si no era los domingos, de la mano de mi madre y para ir a misa y, después, con suerte, tomar un helado en Can Ferrer. Con 14 o 15 años me empezaron a llamar la atención tantos chicos y chicas extranjeros vestidos de una manera muy distinta —y corta— a la nuestra. Yo siempre intenté ser todo lo moderna que podía y la verdad es que me daban una envidia terrible (risas). Por eso me empecé a interesar por aprender idiomas y estudiar Gestión y Dirección Hotelera. Por eso, y porque se ganaba mucho dinero, todo hay que decirlo (risas).
—Entiendo que se acabó dedicando a eso.
—Así es. Con 12 años ya iba a clases de inglés con Vicent Simón y acabé aprendiendo otros idiomas. Hablo inglés, alemán, francés, un poco de italiano, castellano, eivissenc y por teléfono (risas). A los 15 años, a la vez que estudiaba alemán con la señora Vali, comencé a trabajar. Primero en el hotel Ánfora con mi hermana Toñi, como ayudante de recepción. La siguiente temporada, en 1976, nos vino Toni d’en Lacó a ofrecernos trabajo en el hotel San Remo. Tras una entrevista con el director, nos contrataron enseguida. Estuve allí nada menos que 23 años; acabé como subdirectora (porque no tenía la carrera de Turismo). En tres meses ya me hicieron recepcionista y recuerdo que me quedaba deslumbrada cuando veía cómo bajaban los ingleses a cenar: con una elegancia absoluta. Allí empecé a aprender muchísimo sobre las distintas culturas de otros países y así he podido tener una visión bastante cosmopolita de las cosas a lo largo de los años y de los distintos hoteles del mismo grupo en los que estuve.
—¿Se jubiló en el hotel?
—No. Al hotel solía venir un médico del Salus para atender a los extranjeros. Como yo estaba por allí en medio, un cafecito por aquí, otro cafecito por allá, Toni y yo nos acabamos casando en 1990 y tuvimos a nuestro hijo Marc Antoni. Cuando yo tenía unos 45 años, convencí a mi marido para que abriera una pequeña clínica estética y él me puso como condición que yo tendría que estar con él. Así que me hice auxiliar de enfermería para poder ayudarle en tareas como la aplicación de láser y cosas sencillas. Al final me acabé jubilando a los 60, con un dolor de espalda por culpa de tantas horas doblada con el láser.
—¿A qué dedica su jubilación desde entonces?
—A hacer «mis labores» (risas), como mi madre pero no tan a lo bestia: que no me vengan con cavar y cuidar de animales (más risas). Además, siempre he sido muy «xacotera» y «xavada»: no sé estar quieta y desde hace algo más de un año estoy en la directiva del club de mayores de Sant Antoni, donde mi hermana Toñi es la presidenta.
—Desde su punto de vista y su experiencia a lo largo de toda su vida, ¿cómo valora la evolución del turismo en Ibiza?
—Hay una expresión que define perfectamente hacia dónde vamos a este ritmo: a «morir de éxito». El turismo se ha convertido en el dueño de la isla por delante de los ibicencos y eso, como ibicenca, duele. Hay que reconocer que el turismo ayudó mucho a la isla a salir de unos años muy duros. No podemos denostarlo ni renegar de él; en el fondo ha sido nuestro impulso, nos ha enseñado mucho. He tenido la suerte de viajar por todo el mundo y, vayas donde vayas, en todos lados se impresionan de que seas de Ibiza: todos conocen la isla y tienen una muy buena imagen de ella. No obstante, hoy por hoy, no se puede ir a más. Hay que buscar la manera de frenar el aumento de tanto coche y tanta construcción.
NereaSi hubieras nacido en la isla y tuvieras más de 60 años hubieras entendido la entrevista. Esa absurda ironía está fuera de lugar.