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«Estar en la calle era como estar en casa»

Fina de ca na Cusari es una de las comerciantes más veteranas de Sant Antoni

Fina en su tienda tras charlar con Periódico de Ibiza y Formentera | Foto: Toni P.

| Ibiza |

Josefa Escandell, Fina de ca na Cusari, (Sant Antoni 1960) es comerciante de toda la vida en Sant Antoni, siempre vinculada al comercio familiar fundado por su abuela en 1943, Ca na Cusari. Con una trayectoria marcada por el trabajo constante, la música, la vida comunitaria y la transformación del turismo, Fina representa la memoria viva de un pueblo que, en sus palabras, ha perdido «el carácter de familia que tenía».

—¿Dónde nació usted?

—Nací en Sant Antoni, en la calle Marino Riquer, aunque con solo unos meses ya me llevaron a ca na Cusari, que era la casa de mi abuelo. Allí vivimos siempre toda la familia y allí nació mi hermana Carolina cuatro años más tarde. La familia de ca na Cusari viene de mi abuela materna y he oído decir que es una variación de la palabra ‘corsari’, ¡a saber! Mi abuela, Pepa Cusari, fue la única de sus hermanas que conservó el nombre de la casa, incluso cuando se casó con mi abuelo Vicent, que era de Can Simó. Como fue ella la que montó la tienda de comestibles en 1943 en su propia casa —una de esas en las que se vendía absolutamente de todo—, la gente del pueblo decía «anam a vore na Pepa Cusari» cuando iban a comprar algo allí. Así se acabó quedando ese nombre en la casa que seguimos manteniendo. También seguimos manteniendo la tienda, que fue creciendo a lo largo de los años, y vivimos arriba con mis padres.

—¿A qué se dedicaban sus padres?

—Mi padre, Daniel, tenía un bar familiar en el pueblo, el bar Escandell, y mi madre siempre trabajó en la tienda, ya que era hija única. Sobre 1963, mi abuela amplió la tienda para vender platos, tazas y ese tipo de cosas. Para ello usó el resto de la casa e hizo los pisos de arriba, manteniendo siempre el pozo que seguimos conservando al pie de las escaleras. La tienda de comestibles la quitaron cuando yo tenía 10 o 12 años, y empezamos a vender souvenirs. Llegamos a tener varias tiendas y muchas empleadas, ya que en Es Clot, que es un terreno de mi padre, también teníamos otra. En casa llegamos a tener una más cuando convertimos el almacén de arriba en otra tienda, que estaba separada de las otras (la de mi abuela y la de los platos).

—Entonces, ¿entiendo que creció en la tienda?

—Sí, claro.

—¿Cómo recuerda el Sant Antoni de su infancia?

—Muy distinto al de hoy en día, ¡desde luego! Íbamos al colegio con las monjas, teníamos una buena ‘colla’ de amigas: Lina ‘d’es carter’, Pepita de Moto Luis, Cati ‘Pere’, Inma de Casa Alfonso… Siempre jugábamos juntas, íbamos a jugar a la tómbola, nos colábamos en la piscina del hotel Arenal y, sobre todo, íbamos por todos lados en bicicleta. Éramos travesillas (ríe). De hecho, una de nosotras, Lina, se rompió un diente mientras jugábamos a ‘la piola’. Entonces ya había muchos turistas. Justo al lado de la tienda, en la calle Sant Miquel, había un bar, El Coto, que estaba a tope de ‘guiris’, igual que el restaurante s’Olivar, que estaba al lado. Era turismo del bueno.

—¿Le tocaba trabajar en la tienda?

—Siempre te pedían que echaras una mano, que trajeras una cosa o que fueras a comprar otra. Pero a los 11 años me mandaron interna al colegio de las monjas de la Consolación, en Vila, y solo venía a casa los fines de semana. Allí nos juntamos unas cuantas de Sant Antoni y, con el tiempo, también vinieron mi hermana y el resto de la ‘colla’. Había una habitación en la que éramos todas de Sant Antoni; seríamos una veintena entre mayores y pequeñas. Éramos bastante rebeldes. Siempre que podíamos, nos escapábamos para ir a buscar tostadas al Cartago, un helado a la Miami o un café a la Milán. A la hora de volver, muchas veces nos las veíamos canutas para poder entrar sin que nadie nos viera. Cuando nos pillaban, las monjas llamaban a nuestros padres y nos quedábamos todo el fin de semana castigadas, encerradas en casa. En una ocasión llegó a venir la directora, Doña Margarita, a buscarnos a la cafetería Milán (risas). Nuestros fines de semana consistían en ir a clases de ballet, de música y después con las amigas. La ruta comenzaba en el bar Músic, donde jugábamos a ping-pong y se juntaba toda la juventud del pueblo. Después íbamos al Ca Nostra y a las galas juveniles del Play Boy, antes de que nuestra generación abriera el Colón. Los domingos, de excursión con la familia antes de volver al colegio al día siguiente.

—¿Cómo era la convivencia con el turismo?

—Normal. Como siempre estuvo allí, no recuerdo haberme escandalizado especialmente nunca por nada. De alguna manera, e inconscientemente, el turismo también nos influenciaba. Te dabas cuenta cuando salías fuera, y lo que allí les parecían novedades, nosotras ya estábamos hartas de verlo o escucharlo en verano. Yo me di cuenta especialmente con la música: íbamos mucho al King’s, donde ponían música muy guay, como Pink Floyd, Supertramp… y cuando ibas a Madrid o Barcelona, alucinaban con estas ‘novedades’ que nosotras ya estábamos hartas de escuchar en verano. Desde entonces, siempre he sido muy aficionada a la música.

—Al terminar en la Consolación, ¿siguió con sus estudios?

—En la Consolación estuve hasta tercero de BUP. Después hice COU y Selectividad en Santa María, pero no seguí estudiando y me puse a trabajar, claro. Ya llevaba varias temporadas trabajando en verano. Poco después aprovechamos el local donde teníamos el almacén de las tiendas para poner mi propio bar: ‘Es meu bar’. El bar estuvo abierto hasta el COVID, y lo estuve llevando junto a mi padre y un camarero durante años. En aquella época también convertimos la tienda de Es Clot en bar, y también estuvimos trabajando allí antes de que montara mi propia cafetería, Cusari, en la calle Rosalía, donde estuve unos diez años. Volví a la tienda cuando se jubiló mi madre, y a día de hoy la seguimos llevando mi hermana y yo. Mientras mi cuerpo aguante, no tengo ninguna intención de jubilarme.

—Lleva toda la vida en la misma calle. ¿Cómo valora la evolución de Sant Antoni desde su juventud?

—La verdad es que ha cambiado muchísimo. Echo de menos el carácter de familia que tenía el pueblo. No podías moverte sin que alguien le dijera a tu madre que te había visto aquí o allá. Estabas en la calle y era como estar en casa. También tenías la seguridad de que, pasara lo que pasara, siempre habría alguien conocido dispuesto a ayudarte en lo que hiciera falta. Ahora estamos rodeados de gente que no conocemos, nadie conoce a nadie, nadie te da los buenos días… No digo que sean mala gente, nunca he tenido ningún problema con nadie, pero echo de menos esa familiaridad.

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