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«Ahora lo único que quiero es jubilarme, cuidarme y vivir, joder, ¡vivir!»

Sebastián Mejías, maestro pastelero, repasa más de medio siglo de oficio y recuerdos entre Madrid, Mallorca, Cataluña e Ibiza

Sebastián Mejías fundó la pasteleríaFlor y Nata en 1982 | Foto: Toni P.

| Ibiza |

Sebastián Mejías Cerrada (Madrid, 1952) llegó a Ibiza en los años setenta tras formarse en algunos de los obradores más prestigiosos de Madrid, Mallorca y Catalunya. Fundador de la pastelería Flor y Nata en la avenida España, lleva más de cinco décadas dedicadas al arte dulce. A punto de jubilarse, recuerda los sacrificios, las alegrías y la evolución de un oficio que, según dice, «ya no se trabaja como antes».

—¿Dónde nació usted?
—Nací en Madrid, en el hospital Odones. Yo era el segundo de los tres hijos que tuvieron mis padres, Sebastián y Lorenza. Benito era el mayor y Manolo, el pequeño.

—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi padre, que era de Navalcarnero, se dedicaba principalmente a la construcción, aunque antes, después de la guerra, iba a las vaquerías a ordeñar vacas. Mi madre se dedicaba a la casa y a cuidar de los niños.

—¿Dónde creció usted?
—Los primeros años en Navalcarnero, que era uno de los principales pueblos de Madrid, pero después nos mudamos a Alcorcón. Para entonces ya me había sacado el certificado de estudios.

—¿Cómo era el colegio en el Madrid de su época?
—¡Como debería ser ahora!: buena educación, obediencia, respeto y disciplina. Eso es lo que se ha perdido. Si te tenían que tirar de las orejas, te tiraban. Si te tenían que dar con la vara en los dedos, te daban. A mí no me llegó a caer ninguna, pero en casa lo tenían claro: si me tenían que dar, que me dieran.

«Trabajando en la pastelería Manila conocí a Pilar, con quien tuve que casarme para poder venir los dos juntos a Ibiza —como se hacía antes— y con quien tuve amis hijos, Abel y Julián»

—¿Cuándo comenzó a trabajar?
—Mi primer empleo fue con menos de 13 años, en una tapicería. Luego nos mudamos a Madrid y empecé a trabajar como aprendiz en la pastelería Mallorca. Allí tuve a mi mejor maestro: Cecilio Ramiro Echevarría. En aquella época se juntaron dos de los hermanos propietarios —cada uno tenía una pastelería que había heredado de su padre— y nos llevaron a todos los pasteleros a un mismo obrador. Al principio éramos pocos, pero llegamos a juntarnos cerca de cincuenta personas. Había distintas secciones: postres, pastas de té, tartas, petisús, hojaldre, bizcochos… y los trabajadores nos íbamos cambiando de una a otra según nos permitiera el encargado.

—¿Estuvo muchos años trabajando en la mítica pastelería Mallorca?
—Estuve unos cuatro años aprendiendo, hasta que un cliente catalán que venía mucho a la pastelería, Jaime Roig Pilatelli, me ofreció trabajo en Lloret de Mar. Entonces había mucho contacto entre pasteleros catalanes y madrileños, que iban de un lado a otro mirando lo que hacían y cómo trabajaban los demás. Se hacía intercambio y había mucho respeto entre pasteleros catalanes y madrileños. Todo era muy distinto.

—Entonces, ¿se mudó a Lloret de Mar?
—No. Como en verano bajaba el trabajo en Madrid, te ibas a hacer la temporada a Catalunya ganando hasta más de tres veces más. Eso sí: siete meses sin días libres, sin horarios y sin vacaciones. Entonces se trabajaba de verdad. Cuando terminó la temporada, volví a Madrid para trabajar en la pastelería Manila. Al año siguiente me fui a Palma, a trabajar en la pastelería Dalmau de la Riera mallorquina todo el verano y en la pastelería La Habana de Madrid en invierno.

—¿Cuándo vino a Ibiza?
—Al siguiente verano. Un compañero, Manolo Álvarez (que acabó como alcalde en Malhacena), que no se atrevía a montar una pastelería solo, me propuso que le acompañara. Nos encontramos el edificio sin terminar y ese año no pudimos abrir la pastelería. No fue hasta el año siguiente cuando el propietario del local, Pedro Ventura, me llamó para que montara la pastelería Príncipe, en la calle Muntaner. Trabajando en la pastelería Manila conocí a Pilar, con quien tuve que casarme para poder venir los dos juntos a Ibiza —como se hacía antes— y con quien tuve a mis hijos, Abel y Julián.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la pastelería de Ramon Muntaner?
—Unos cuatro o cinco años, hasta que cerró la pastelería Príncipe y monté mi propia pastelería, la Flor y Nata en la avenida España en 1982. Para poder montarla vendí el piso que me había comprado en Madrid.

—¿Cómo era esa zona de la avenida España en 1982?
—El edificio estaba prácticamente recién construido. El primero en contratar la luz fui yo. La mayoría de los edificios de los alrededores todavía no existían, eran solo descampados, y ese de ahí era un hoyo enorme donde bajaban los niños a jugar.

—¿Qué tipo de pastelería montó?
—Me traje toda la experiencia que tenía, tanto de Madrid como de Palma o Catalunya. En Ibiza se habrían visto pocas o ninguna cúpula de pastillaje hasta entonces. La técnica del pastillaje consiste en hacer una crema de azúcar con cola de pescado que, al secarse, se endurece y permite montar distintas estructuras. Es un trabajo muy laborioso: puedes estar una semana haciendo una sola pieza. A veces vale más la cúpula que la tarta en sí.

—¿Se adaptó a la pastelería tradicional ibicenca?
—Hay que tener en cuenta que en Madrid o Mallorca no hacíamos flaons ni cocarrois. En cada lugar tienen lo suyo. Pero pronto me adapté y empecé a hacer flaó, cocarrois o greixonera, cuya fórmula es bastante parecida a la del pudin, cambiando bizcocho por ensaimada y dejando que el azúcar se queme y amargue un poco.

—¿Cuál considera que es la fórmula del éxito para una pastelería?
—Trabajo, trabajo y trabajo. No hay más historia. El problema es que hoy en día nos meten tantos impuestos que ahogan a las pequeñas empresas. Además, faltan profesionales y a los autónomos nos sacan la sangre. Yo sigo dado de alta en la Seguridad Social más de cincuenta años después, para nada. Ahora lo único que quiero es traspasar el negocio, que está en pleno funcionamiento, para poder jubilarme ya con 73 años, cuidarme y vivir, joder, ¡vivir!

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