El Restaurante Santa Gertrudis, inicialmente denominado Bar Nou y ubicado en el centro del pueblo, fue construido en 1974. Lo construyeron tres socios: Joan Boned, Joan Roig y Vicent Torres. Lo inauguraron ellos y lo estuvieron explotando durante tres años.
Sin embargo, el negocio no funcionaba. Sus tres fundadores se dedicaban a otros menesteres ya que uno de ellos tenía una carpintería, otro un taller mecánico y el tercero trabajaba en un banco y el bar no terminaba de fidelizar a su clientela. Fue entonces cuando decidieron venderlo.
Por aquella época, estos tres socios frecuentaban La Barbacoa, un restaurante en el que trabajaban Catalina Riera y Francisco Planells, un matrimonio conocido en el pueblo de Santa Gertrudis. Los tres socios decidieron que este matrimonio era el ideal para quedarse su restaurante.
En 1977, y tras darle muchas vueltas, ya que el negocio no estaba en su mejor momento, Catalina y Francisco dedicieron adquirir el bar al que, en primer lugar, le cambiarían el nombre y a partir de ahora se llamaría Restaurante Santa Gertrudis.
«El traspaso de la llave nos costó 1.200.000 pesetas. Nos vendieron la llave y el mobiliario de aqui, pero las paredes maestras no son nuestras, son de Vicente Escandell que nos las tiene alquiladas y por ello le pagamos todos los meses», explica Catalina Riera sobre un contrato antiguo poco común.
De la primera época, el matrimonio recuerda dificultades: se trabajaba sólo los fines de semana y «había días que no llegábamos a las 2.000 pesetas de caja», asegura Francisco.
«Comenzamos poquito a poco y sin duda nuestro gran éxito fue comenzar a hacer paellas los domingos, pensamos que era un plato típico ibicenco que gusta mucho», recuerda Francisco Planells.
Los primeros domingos en los que se comenzaron a hacer las paellas, se cocinaban entre unos cinco y diez kilos de arroz y acudían unas cincuenta personas. «Ahora llegamos a cocer cincuenta kilos de arroz y vienen unas 350 a comer, más las que se llevan la paella a casa», realiza balance Catalina, 33 años después de que comenzara su andadura en este negocio.
Y para alojar tanto grano de arroz cuentan con tres paelleras, una grande con capacidad para 260 comensales y otras dos con una capacidad de hasta 160 personas. Las tres se ponen al fuego todos los domingos en un laborioso proceso que comienza a las ocho de la mañana para que todo el mundo pueda tener su plato de arroz a mediodía.
«Con las paellas nos ayudó 'Toniet Cosmi' un muy buen cocinero que colaboró con nosotros durante mucho tiempo y nos enseñó un secreto que yo creo que no le ha dicho a nadie: el secreto de la paella», valora Catalina.
Y es que, según este matrimonio dedicado a cocinar paellas durante 33 años, «el secreto está en la picada que se le echa a la paella, que contiene especies, ñoras, perejil, ajos y gambas y todo eso va molido». Aunque también aseguran que es muy importante echarle carne de cerdo, de pollo, sepia, gambas y caldo de pescado. Y si todo eso es de calidad,y el arroz también, «nada puede fallar».
Al echar la vista atrás, Catalina y Francisco tienen palabras de agradecimiento para todos sus clientes porque, aseguran, les ha ido bien. «Aquí ha venido gente de toda la Isla y aunque hemos trabajado mucho no nos podemos quejar». El negocio siempre ha estado en manos de la familia y así continúa. Ahora son sus hijas, yernos y nietos los encargados de poner al fuego las paelleras cada domingo para que, a eso de las dos, no falte el arroz en el Restaurante Santa Gertrudis.
«Una vez se dejaron olvidados unos dientes en una mesa»
Catalina comparte distintas anécdotas que han tenido lugar en el restaurante, como aquella vez en la que se dejaron una cajita «muy bonita» en una de las mesas, que cuando su hija se dispuso a abrir para ver lo que se habían olvidado, «se encontró con una dentadura postiza». Asegura que volvieron enseguida a por los dientes, «porque eso era algo muy caro».
Y fue la misma hija, Maria, la que en una boda, sirviendo los cafés pudo que ver como una de las convidadas se sacaba un pecho para echarle la leche necesaria al café de su vecina de mesa, ya que Maria, en ese momento, no llevaba leche en la bandeja. «Se quedó de piedra porque era algo que nunca se hubiera esperado, que una mujer se sacara el pecho para echar leche al café».