Amanece en Dalt Vila. A los pies del acantilado del baluarte de Santa Lucía cinco operarios municipales se afanan en apilar cientos de desechos que personas con escasa conciencia cívica se han dedicado a arrojar desde la balconada, donde ahora se aposta un agente de la Policía Nacional. A bordo de una zodiac nos dirigimos un grupo de periodistas a capturar la desagradable estampa que desluce el precipicio del conjunto histórico. Apenas se han disipado las primeras brumas de la mañana, varios vecinos ya observan desde sus estrechos balcones los trabajos de limpieza, que ayer se retomaron tras varios días de asueto por el mal tiempo. Hace una semana, escaladores de limpieza vertical agruparon en la pequeña orilla la basura aferrada en las laderas del barranco y ayer, no sin esfuerzo, se completó la retirada de unos 3.000 kilos de escombros y desperdicios, en torno al 80 por ciento de lo que se acumula en la cala.
Entre la inmundicia destacan carritos de la compra oxidados, mobiliario, colchones, electrodomésticos despedazados y un sinfín de juguetes. Un mugriento bazar se esconde en las faldas del Patrimonio de la Humanidad. El patrón que nos conduce a los pies de Sa Penya compara el paisaje con el de un desguace y sospecha que muchos de los objetos allí arrojados son robados. Si no, no se entiende que desde arriba lancen la basura en lugar de depositarla en los preceptivos contenedores soterrados que existen en el afamado barrio de La Marina.
Uno de los vecinos que observa desde su terraza, desayuno en mano, admite estar satisfecho de que alejen por fin de allí toda esa porquería, pero desde lo alto lamenta a voces que la escarpadura no durará intacta «ni dos días». Es el sentir de buena parte los vecinos de sa Penya.
Un trabajo complejo
El lanchero necesitará realizar al menos cinco viajes remolcando hasta el muelle de Marina Botafoch una maltrecha barca de no más de seis metros de eslora. Es solo una estimación. Sobre ella amontonan los operarios kilos y kilos de basura. Son las 09,30 y comienza a soplar viento de Levante. La operación podría complicarse, pues la vieja embarcación se hunde por el peso y deja entrar agua, pero el patrón maneja con pericia su curtida lancha a motor. Habría sido preferible una barcaza mayor y en mejores condiciones, barrunta mientras regresamos al muelle.
En tierra firme aguardan dos trabajadores más que portean la porquería desde el remolque hasta el contenedor, que posteriormente trasladarán al vertedero. Los trabajos se prolongaron hasta media tarde y aún queda un 20% por recoger. El lunes proseguirán los trabajos.
El de Sa Penya, comenta nuestro conductor, no es el único basurero artificial que afea el litoral ibicenco. En los acantilados de Cap Martinet y de sa Illa Grossa, incluso en ses Formigues, al norte de la isla, se acumulan todo tipo de escombros. Incluso vehículos desguazados. Un amplio número de residuos no son biodegradables y el tiempo que transcurre hasta que podemos hablar de una descomposición al menos parcial puede ser muy prolongado, además de que muchas veces los residuos son altamente contaminantes.
Muchos desconocen esta información pero asumen el ‘riego' de verter basura donde les place. Para colmo, entre los desechos destacan productos como las botellas de plástico o de vidrio, que pueden tardar entre 100 y 4.000 años en descomponerse.
A modo de anécdota, el patrón de la zodiac comenta que cada vez que sale de excursión con los niños de la escuela de vela ‘juegan' a ver si encuentran «un muerto».