Jorge Montojo y el capitán José Deprit se encuentran al sur de Formentera en el inicio de esta segunda y última entrega de su circunnavegación alrededor de las Pitiusas.
Mar sesgo, viento largo, estrella clara Doblamos el Cap de Barbaría y pusimos rumbo a cala Llentrisca, con la ilusión de una opípara cena. Ya asomaba la luna creciente y el crepúsculo que anuncia la noche, cuya llegada se dilataba de forma tan mediterránea, nos envolvía en una amalgama de azules, violetas, púrpuras... Mar sesgo, viento largo, estrella clara, como en la metáfora del amor de los Trabajos de Persiles y Sigismunda. Era la hora baixa, hora encantada. Y mientras los ilusos pescadores seguían atentos a la caña, soñando con algún cándido atún o un suculento dentón, marché a proa para estar solo con mis pensamientos.
La puesta de Sol fue portentosa y, aunque no apareció el famoso rayo verde (que el capitán asegura haber visto en dos ocasiones), pude ver un glorioso pez espada saltando orgullosamente. Y volviendo de nuevo a Julio Verne: el escritor descubre en su novela del Rayo Verde que quien lo ve, jamás se equivocará al escoger a su amor. Lo cual provoca que algunos golfos cierren los ojos en el momento culminante, pues en el amor, como en la vida, a veces lo mejor es caer en gozosos tropezones y seguir bailando. Por el costado de babor, al oeste nacarado podía verse con asombrosa nitidez el cabo San Antonio de la Península; y en nuestra proa se admiraba al coloso Es Vedrá, irradiando un azul diamantino por su cola de saurio.
Con el suave manto nocturno hubo cambio de planes y no hicimos parada en Llentrisca; pasamos entre Vedrá y el cap des Jueu, donde se alza la torre que escogió Blasco Ibáñez como última morada del protagonista –un butifarra mallorquín enamorado de una al.lota ibicenca— de su novela Los muertos mandan. Fondeamos en cala D´hort, donde solo se veían las luces de Es Boldado y El Carmen, chiringuitos que andan afilando los cuchillos para la temporada turística próxima a empezar. Pero todavía estamos en invierno y no se atisbaba un alma. Así que la generosa porteña se apiadó de nuestros hambrientos estómagos preparando una pasta contundente, de secreta receta criolla digna del barrio de San Telmo, que acompañamos con vino payés.
Lenguas de absenta
Reanudamos la marcha y lancé un saludo a mi querida cala Carbó, donde hace años tuve un hobbiecat llamado El Temido, como el bajel del pirata Espronceda. Estábamos a distancia segura del tremendo bajo de La Bota, donde no hay baliza alguna que señale su peligro, y pronto nos asaltaron las luces de cala Vadella y cala Tarida, auténticos pueblos que han crecido desaforadamente. Los dejamos atrás mientras nos dirigíamos al faro de Conejera, pasando el Espartá y la isla del Bosque, hoy pelada como una bola de billar aunque no haya ni rastro de saltarinas cabras. Sin luces artificiales volvíamos a estar sumergidos en la divina noche tachonada de estrellas, como la que pueden admirar unos beduinos a camello por algún desierto o los navegantes polinesios de Maui, aquel semidiós de los Mares del Sur que pescaba rayas gigantes con el cebo de su propia sangre.
Cruzamos el Portus Magnus, la bahía de San Antonio, rumbo al Cap Nunó, que se alzaba como un pan de azúcar pitiuso. ¿Cachaza? No; ahora toca café caleta. La costa Oeste de Ibiza maravilla con sus acantilados y pinares que llegan hasta la orilla como lenguas de absenta. Pronto estaríamos cerca de ses Margalides, así que el capitán decidió adentrarse más en la mar, que el mayor peligro para un barco es la roca. La mágica cala Aubarca se adivinaba en la noche cerrada; y el Portixol des Rubió, con su ensenada caliente que fue testigo de una novela contrabandista de Josep Pla.
Y a las tres de la mañana fondeábamos en el port de San Miguel, muy cerca de Sa Ferradura, antiguo refugio de piratas y contrabandistas, donde se erige una casa que hace años fue valorada en 33 millones de euros. Hoy es propiedad de un oligarca que no es melindroso a la hora de alquilarla. Una simple cuestión de precio, o sea. La mansión mantenía una luz amena, pero no había fiesta en la que desembarcar armados con afilado kriss, como si fuéramos tigres de Mompracén. El botín podría haber sido tan formidable como el riesgo, y el pintor Antonio Villanueva, cuya obra adorna esas paredes, todavía estaría riéndose.
Paraíso de almas descarriadas
Por primera vez dormimos algo. El concierto de ronquidos era ciertamente wagneriano y me escapé para fumar un puro en cubierta. Solo tres horas después el capitán, inmisericorde al sueño y protestas amotinadas de su tripulación, ponía en marcha al Alexandra para gozar de un poco más de navegada nocturna antes de amanecer.
Hacía un frío del carajo, pero lo conjuré con un gorro de lana y un traguito a ese agua bendita que es el ron del Caribe. Dejamos atrás Benirràs, donde la silueta del cap Bernat se recortaba como un tótem adorado por la cofradía del tambor; ses Caldes, que empiezan a recuperarse del pavoroso incendio de hace unos años; Es Canaret, donde hay un manantial que fluye al mar, y donde está ese casoplón construido por el alemán que fabricaba los marcos: la formidable Xarraca, cerca de la cual brillaban unas luces de aeropuerto por el hotel de lujo que están levantando…
La luz rosa del amanecer abría sus pétalos solares y nos inundaba suavemente a la vista del faro de Portinatx; la sensación era como volver a nacer tras pasar el útero nocturno. La Dragonera de Mallorca se vislumbraba al norte, pero nosotros seguimos hasta el Clot des Llamp, donde hay un faro y caseta que jamás funcionaron. Los tiempos han cambiado y hoy se construyen autopistas y aeropuertos que jamás entran en uso. Nada nuevo bajo el sol. Pero allí fondeamos para desayunar. Charlamos de la hedonista Ibiza, que se ha convertido en epicentro planetario de gozo y danza, haciendo honor al dios Bes que le da nombre. Ibiza, ya decía el Nobel Camilo José Cela, es el paraíso de las almas descarriadas.
Reanudamos la travesía con un buen sol calentándonos. Cala San Vicente se abrió ante nosotros y alguien me mostró la casa de la política comunista Cristina Almeida, con unas vistas prodigiosas, y, muy cerca, aquella que pararon al pícaro Bigotes de la trama Gurtel. Realmente, a Ibiza siempre han venido muy diversas gentes.
La Olla de Tramontana
Seguimos rumbo, dudando si acercarnos al Pou des Lleó para gustar un suculento bullit; había que tener cuidado con la losa de es Figueral, con su baliza un tanto descolocada, y uno casi se tira a chapotear en Aguas Blancas, la atestada playa en verano donde en este domingo no se veía nudista alguno. Pero la duda sobre el rancho desapareció porque se levantaba un viento considerable y la tripulación no tenía ganas de nadar, así que fondeamos en la Olla de Tramontana, en Tagomago. ¡Se estaba de maravilla! Los colores del agua eran gozosos y se apareaban con la piedra dibujada por el viento. Había una energía orgásmica y allí abrimos unas botellas de Rioja para acompañar una tortilla de patata y ajos tiernos, que había preparado con amore el al.lot de San Carlos. Brindé por mi querida plañidera húngara, Pipo Hermann, quien durante años llevó el chiringuito de Tagomago. Pipo también es buen amigo del capitán, un argonauta, aunque hoy su pasatiempo favorito es asaltarme en las partidas de backgammon que jugamos en Las Dalias o Anitas.
Continuamos la travesía. Esta vez no pararíamos hasta llegar al Puerto de Ibiza. Pero pudimos ver con cierta nostalgia la cala Mastella donde reinaba el Bigotes auténtico; y cala Llenya, donde recientemente se han encontrado tantos estorninos muertos por una cogorza de uvas payesas. A la vista del puerto de Santa Eulalia apareció un valiente windsurfista que parecía el primo de Thor. Iba a velocidad vertiginosa pero nos saludó alegremente, como manda la cortesía náutica. Y justo pasado cala Llonga, que tiene entrada de fiordo, pasamos una mirada propia de la edad de piedra por cap Llibral, donde se ha encontrado un yacimiento antiquísimo y, dicen los piratas arqueológicos, que hay restos fáciles de encontrar para quien se atreva a subir su pendiente.
Había unos cuantos veleros a la vista disfrutando de un viento de fuerza seis no anunciado en parte alguno. Sus spinakers estallaban jubilosamente, como retándonos a regatear con ellos. Hubo ganas de aceptar el desafío y por un momento pareció que continuaríamos la gozosa travesía sin más rumbo que nuestro capricho (como reza el Tao: el mejor viajero es aquel que no sabe adónde va), pero ya el Puerto de Ibiza nos esperaba tras la circunnavegación a las Islas Pitiusas en un día y una noche.
Es cierto que el tiempo tiene otra medida al navegar, pero le aviso al capitán que la próxima vez estaremos al menos una semana a bordo. Y el capitán José Deprit, quien ha navegado los Siete Mares, se ríe con fuerza, informándome que su record de vuelta pitiusa está en trece días y que, si regreso a bordo, tendré que llevar mucho vino.
¡Trato hecho, capitán! Es un placer navegar contigo.