El sol brillaba ayer sobre Ibiza, una alegría que no se correspondía en el suelo. Allí quedaban charcos de la lluvia de la noche, restos de la tristeza que da la soledad. Siete días de estado de alarma y los que quedan por venir. Ibiza es una isla fantasma, pero en domingo lo es más.
Desde que salí de mi casa en Sant Antoni, las calles estaban vacías salvo por algún transeúnte con su perro o camino de hacer la compra en alguno de los negocios alimenticios que deciden abrir. Están abiertos, pero sus colas no tienen nada que ver con las que se generan durante la semana.
Ya en el coche y camino de Vila, la carretera ofrece la misma sensación de soledad. Ni un alma. Ni me adelantan ni adelanto ningún coche en los 16 kilómetros que separan los dos pueblos. Por el carril contrario también son pocos los que vienen. Es domingo y casi nadie trabaja. Todo el mundo está en su casa. Con la comparativa, el viernes conté más de 200 coches entre los que iban y venían.
A la entrada de Vila, un control de la Policía Nacional. Aparco en el Parque de la Paz. Se oyen pájaros y música que sale de dos ventanas. Un vecino apuesta por algo más clásico, con aroma andaluz. El otro suena más a Ibiza, música electrónica. Un par de personas pasean con sus perros a una buena distancia. Me cruzo con una señora con mascarilla mientras llego a la avenida de España. Conozco bien esta calle, pues viví en ella. El público y la imagen podría ser la misma que el de una noche de invierno a altas horas. Negocios con las persianas bajadas y un par de almas a lo lejos. Eso sí, mucha más luz para ver el vacío.
La vida la dan algunos negocios. Veo salir a una persona con una barra de pan de una panadería que hace esquina. Al rato entra otro hombre y sale con otra barra. La lleva bajo el brazo al más puro estilo francés. Pienso: «Cuando vuelva para el coche, compraré yo una también».
Y seguimos avanzando. Un vecino lee en su terraza y otro mira dirección Dalt Vila perdido en sus pensamientos. Más adelante, una chica que pasea un perro se detiene a hablar con un amigo. Guardan la distancia de seguridad. Él está en el cuarto piso. Hablan de la situación. Dicen que en Italia ha cerrado ya todo. Parece que opinan que aquí debería ser igual. Paso por mi antiguo portal. No hay movimiento. Casi todo cerrado.
Vara de Rey. Dos chicas me sacan una sonrisa. Desde la calle al balcón de una de ellas hablan de crear una comuna anticoronavirus. También me alegra ver una sábana colgada de la ventana que con un arcoíris reza: «Todo va a salir bien». Lo hará.
El paseo me lleva al puerto. Avanzo hasta es Martell y me acuerdo de mis padres. Están lejos, en casa, en Gijón. Siempre que vienen a verme cae este trayecto. Les paso una foto. «Todo vacío», responde mi padre. «Aquí estamos igual. Bueno, supongo que en todas partes», añade.
Decido que es hora de volver al coche. Regreso por la Avenida Bartomeu de Roselló, una vía siempre alegre con sus tiendas de ropa. Ayer, no. Cambias de calle, Isidor Macabich, pero el paisaje no varía. Personas con su perro y personas con bolsas de compra. No hay más. Se vuelve a escuchar la música. Me acuerdo del cartel del balcón. Sonrío. Todo va a salir bien.