Ayer me comí un crep de mermelada de ciruelas de la que hace mi madre. Sí, lo han adivinado, me lo dejó en el rellano mi vecino Fer sin saber que era el protagonista de mi bitácora diaria gracias a su bizcocho. Son gestos de bondad, de esos bonitos que dan luz a estos días grises, como la conversación que tuve anoche de balcón a balcón con Erika o la quedada para poner música esta noche con el chico del cuarto del edificio de enfrente. También adoro dar las buenas noches a la familia de enfrente, esa que antes ni conocía y a la que ahora sonrío todos los días. Son retazos de estas nuevas rutinas de las que no podemos quejarnos los que tenemos la suerte de seguir sanos sin lamentar bombas en los pulmones de quienes amamos.
Hoy Fer ha tenido que ir a comprar y lo primero que ha hecho ha sido preguntarnos si necesitábamos algo. Él siempre ha sido así de generoso, pero tal vez soy yo la que está dándose cuenta ahora mejor de las cosas y del valor de las personas porque la vida pasa más despacio.
Cuando me asome a la puerta, veré una docena de huevos en mi alfombra de la Guerra de las Galaxias que, apocalípticamente, dice «Que la fuerza te acompañe». Su gesto, como el de mis amigos Juan, Ana, Carolina o Marga, diciéndome que cada mañana se levantan ilusionados por saber qué artículo habré publicado, me ha provocado la primera lágrima del día.
No se preocupen, que en lo que llevo de mañana todas las que he vertido han sido bonitas. Hay dos tipos de sal, la que cura y la que limpia, y cuando aflora la emoción nos ayuda a sanar viejas heridas y a suavizar las nuevas.
Las otras lágrimas bonitas me las han robado mis compañeras de Ibiza Contigo cuando me han dicho que llevábamos más de 64.000 euros recaudados para la compra de material sanitario homologado destinado a proteger a los profesionales de nuestra isla. Cuando les aplauda esta noche pienso llorar otra vez, porque por fin siento que les estamos ayudando, no solo animando, y porque ya me había cansado de hacer ruido sin acción.
Se lo contaba esta mañana en la videoconferencia diaria que hago con mis hermanos y sobrinos. Los estoy viendo más en este confinamiento que habitualmente porque de pronto no tienen miedo de llamarme. Lo pienso y me revuelve lo feo que suena: tenían miedo de llamarme, de molestarme o de interrumpirme, porque siempre estoy demasiado ocupada, y ha tenido que pasar esta catástrofe para darme cuenta de que no hay nada más importante que ellos. Me está empezando a gustar que los días pasen despacio y contarles todo esto que nos está ocurriendo, cada pequeña y gran cosa.
También hemos recordado juntos que nuestra madre cumple 70 años este viernes. Nosotros teníamos los vuelos comprados, el coche alquilado y, obviamente, la fiesta sorpresa con mis tíos y con sus mejores amigos preparada desde hacía meses, y ahora cambiará de década confinada a solas con mi padre, que tampoco es mala compañía, no se crean, y pensando en cómo pasan los años y qué cosas le están tocando vivir.
Me muero de pena por no poder abrazarla, besuquearla y decirle que es y será siempre la mujer más guapa del mundo. Mi madre sigue teniendo el alma y los ojos jóvenes, bonitos y chispeantes; espero que estas semanas no se los apaguen. Nadie ha podido con ella porque es fuerte, es optimista y se viste de humor negro, como su madre y como las capitanas de todas las tribus del mundo.
Dice que si no lo puede celebrar ahora, este 3 de abril, no cuenta, que se niega a sumar y que ya los cumplirá otro día, cuando todo esto pase. Lo mismo arguye mi amigo Josie, quien amenaza con celebrar sus 40 años todos los días en cuanto acabe esta guerra, o mi queridísima Bea, con la que brindamos el domingo para conmemorar otro año más de anécdotas que echarnos a las mochilas. Bea perdió a su abuela la semana pasada por el bicho y, aun así, sigue animando a todos con su sonrisa cálida.
Son muchas las personas que están cumpliendo años algo tristes, sin tartas que soplar y con la frustración y el miedo cosidos a las tripas. Pero me maravillan sobre todo los niños, quienes se están comportando con más madurez y responsabilidad que muchos adultos. Como Alejandro, el hijo de mi amiga Jimena, quien aseguró que, aunque no estuviesen sus amigos, su fiesta había sido estupenda, o como Ángel, que sé que hoy 1 de abril cumple 13 años y que está feliz por tener consigo a sus padres y hermano.
Lo que ellos están viviendo va a cambiar el curso de sus historias y estoy segura de que les convertirá en personas más plenas, más conscientes, más agradecidas y más conectadas con su entorno e, incluso, con su planeta. Felicidades a todos ellos, los que se despiertan con un día más y con muchos sueños que cumplir dentro de muy poco.