El otro día, a la suegra de una amiga mía le ofrecieron un seguro de decesos. Cogió el teléfono y al otro lado de la línea una operadora preguntó si contaba con un plan B, por si la vida se le agotaba en estos tiempos inciertos y necesitaba que alguien se hiciese cargo de dónde y cómo depositar sus huesos. Ella, que creyó no estar entendiendo bien lo que le decían, preguntó qué le estaban ofreciendo exactamente, y la mujer le explicó que a partir de una edad era importante dejar las cosas bien atadas, no fuese a ser que la Parca se decidiese a aparecer en escena y sus pobres hijos no hubiesen ahorrado lo suficiente para hacer frente a los gastos de esquelas, de tanatorios, de ataúdes, flores, misas y demás prebendas.
Mi amiga me lo contaba entre la incredulidad, la anécdota y la indignación, porque su suegra es una mujer joven, guapa y a quien nadie osaría reconocerle que acaba de jubilarse. Sin embargo, apareció entre las bases de datos de esas centralitas lejanas en las que las personas son números y la edad solo cifras, y alguien tuvo la osadía de creer que, en tiempos de coronavirus, de incertidumbres y de muertos, era un buen momento para intentar hacer negocio.
Independientemente de lo cómico o de lo anecdótico de la situación, la realidad es que son muchos los que estos días buscan aprovecharse del temor ajeno. En este caso, es especialmente desagradable y de mal gusto, porque hoy los nuestros se marchan en silencio, solos, en cajas de madera baratas, de las que no puedes elegir, porque no hay nadie distrayéndote y metiéndote en salas en las que te muestran las más caras para que digas «esa misma», solo para huir de ahí cuanto antes.
Hoy, nuestros abuelos, nuestros padres, hermanos y amigos se mueren conectados a respiradores hasta que se les extingue el último aliento y todavía hay desalmados que ponen a bustos parlantes al teléfono para preguntarnos si tenemos un seguro de decesos. Todo ocurre mientras que nuestros sanitarios se baten en una guerra en la que el enemigo cuenta con las armas más poderosas, el silencio y el terror, y donde te confiesan, presos de las lágrimas, que sienten que cada día van directos al matadero. Qué caras tan distintas de la moneda.
Son días en los que las mascarillas, los guantes, las batas y las gafas son escudos que se pierden en fronteras, o son robados por otros gobiernos. Tiempos en los que los test fallan y no aciertan al dar los negativos o los positivos y donde los millones de euros se convierten en arena entre los dedos de los que no saben de qué manera frenar la sangría que está destrozándonos poco a poco.
Mientras, entre todo este desatino, algunos se atreven a levantar el teléfono y a poner la piel de gallina a alguien que no conocen para hablarle del más allá y de unas cómodas cuotas que convertirán su marcha en un sendero dulce para los suyos. Márchense todos un poquito a freír espárragos y déjennos al menos tranquilos durante este eterno confinamiento.