Mi sobrina Carlota no me cree cuando le explico que leer durante el confinamiento le permitirá viajar a lugares lejanos. Niega con la cabeza y me mira como si estuviese loca, aunque a sus seis años para siete, como le gusta resaltar, es probable que todavía no pueda entender la magia de un hábito que nos está salvando la vida a muchos. Tengo varias amigas con las que he creado el término ‘libros felices' para generar una biblioteca imaginaria que compartimos, habitada por obras que nos hacen sentir bien cuando se nos escurre su última página. No tienen por qué ser de la misma temática, ni están incluidas en la categoría de ‘autoayuda', sino que ubicamos en esa estantería metafórica títulos como El despertar de la señorita Prim, La Elegancia del Erizo o El tiempo entre costuras. Son libros totalmente dispares, de esos que te abren mucho el corazón y los ojos para plantearte el verdadero color de las cosas bonitas o ponerte en pieles ajenas. Nuestros libros felices son una puerta en estos días de confinamiento desde la que podemos escapar durante unas horas del acoso de este estado de alerta en el que vivimos. Sus letras dan calor, como el vino o el sol que tanto añoramos y me atrevería a decir que incluso abrazan.
Habitualmente el 80% de lo que cae en mis manos es novela histórica. Me gusta recorrer el imperio Romano o las calles de Barcelona recreando otros tiempos y otros tronos pero, entre acto y acto, algunas veces necesito respirar y releo Hombres Buenos de Pérez Reverte o El Camino de Delibes para que no se me olvide la línea que discurre entre el entretenimiento y la literatura.
Junto a mi cama suelo tener un cuaderno donde muchas noches garabateo versos, una edición limitada de El Principito que me regaló mi hermano en mi 40 cumpleaños y otra de Rimas y Leyendas de Bécquer. Como somníferos, y no porque sean aburridos sino por la densidad de sus palabras, a veces uso a La Odisea o a Anna Karenina como compañeros de almohada. Con ellas me ocurre como con Andreu Buenafuente que, sin saber por qué, el rumor de sus voces me ayuda a conciliar el sueño, aunque esté disfrutando con lo que me cuentan. Sea como fuere, estos días he intentado pensar en mis libros felices, los que a lo largo de mi vida me han cambiado o despertado, y volver a bebérmelos. No siempre han sido los mejores, ni responden a una riqueza cultural que pretenda exhibir en esta bitácora, simplemente son aquellos que me han hecho cosquillas en los veranos de mi vida como Literatura Infiel, hace escasos meses, Mujercitas, cuando no superaba la edad de Amy, o Las hijas del capitán, con esa Lola Dueñas convertida en una voz indispensable de nuestras plumas patrias. Si quiero volar me siento con Isabel Allende, de quien no he dejado nada por devorar, y cuando busco sentir envidia me reúno con Ildefonso Falcones, con quien comparto estos días Los Herederos de la Tierra. Almudena Grandes y una servidora llevamos muchos años también de relación literaria, del mismo modo que Matilde Asensi, con quien he vivido cientos de aventuras.
Pero les hablaba de libros felices y me he olvidado de citar Melocotones Helados, La Voz Dormida o La Sombra del Viento. Estos días damos las gracias a artistas y a cantantes por poner música a nuestras penas y se nos están olvidando ellos, los que les ponen letra. Sigamos leyendo.