No duermo. No sé si a ustedes les pasa, pero desde hace un mes mis pesadillas recurrentes son nuevas y me despiertan sobresaltada. Doy cabezadas en el sofá y cuando llego a la cama ya no soy capaz de conciliar el sueño. Intento relajarme, evocar recuerdos bonitos, construir sueños futuros o dibujar historias imposibles en las que esta bitácora, por ejemplo, se convierte en un libro leído y aclamado, pero en seguida siento ese escalofrío que me recorre la columna vertebral y que me obliga a arroparme para ahuyentar el frío. No me extraña que en las películas de terror representen esa sensación con una bajada de la temperatura que se siente hasta en el aliento. Siento el dolor en la piel, cuando se eriza sin remedio, y cómo la tripa se me comprime espasmódica haciendo mucho ruido. Tengo los sentidos más despiertos que nunca. Escucho cada ruido, a los pájaros frenéticos, las pisadas de otros vecinos, los electrodomésticos ronroneando o el goteo lento de un grifo mal cerrado. Los trinos me despiertan a horas en las que no puedo hacer nada más que cubrirme la cabeza con la almohada y esperar que todo pase. Intento evadirme, obviarlos y esconderme un par de horas más pero es inútil. Termino levantándome de la cama sin hacer ruido y regresando al sofá, donde empezó todo.
Hasta hace un mes mis pesadillas, creo que ya se lo conté un día en esta misma atalaya, me hacían regresar siempre a la época de la universidad para obligarme a examinarme de nuevo de las asignaturas que más odiaba. Volvía a esa habitación enorme para ser un piso de alquiler y de estudiantes, con una cama antigua, una colcha demasiado rosa y con demasiadas flores y fotos empapelando las paredes. Libros apilados, apuntes en la mesa, rotuladores perfectamente ordenados y un armario demasiado grande para la poca ropa que creía tener. En mi ventana solían posarse dos palomas que me despertaban por las mañanas, como en la obra de Patrick Süskind, de una forma molesta y sucia y de las que nunca supe cómo deshacerme. Ahora mis pesadillas me llevan a huir en coches robados, a batirme con ladrones, acosadores u okupas que se cuelan en mi casa, a nadar a contracorriente en canales sucios de los que escapar es casi imposible o a escalar montañas que nunca terminan y donde habita el vértigo más salvaje que he sentido. Casi agradezco que las golondrinas me despierten para, acto seguido, lamentar no poder hacer nada con tantas horas de días sin sueños.
Supongo que es normal que por la noche se descubran nuestros fantasmas y ese miedo que ahogamos durante el día grite y salga furioso para expresar todo lo que no nos atrevemos a decir con palabras, o ni siquiera con letras. El otro día soñé que tenía un hijo y que nacía muerto, y fue tal la sensación de vacío que me dejó su mirada vítrea que no quise intentar dormir más. Llega un momento en el que temes enfrentarte a las películas que proyectará tu mente cuando caigas vulnerable a su antojo. Esta noche intentaré volver a aquella habitación demasiado grande y demasiado rosa, para ver si suspender un examen de inglés vuelve a ser mi peor sueño, porque parece que en esta, donde los armarios están demasiado llenos y los colores son inquietantemente armónicos, algo oscuro se ha metido dentro.