Hay varios vecinos que me observan. Lo sé, noto cómo mientras salen a fumar o a tomar el rayo de sol del día, cuando el astro rey tiene el placer de saludarnos, se apoyan en la barandilla y me miran sin disimulo. Me he montado un despacho improvisado en mitad del salón y por el rabillo del ojo veo varios balcones con ojos. No se asusten, no hay nada siniestro en ellos, probablemente sea más una mezcla de aburrimiento y de curiosidad por lo que hará esa rubia que gesticula mucho, se cambia de cascos constantemente y se pasa el día aporreando varios teclados como si fuese Nacho Cano, que otra cosa. No les culpo. Entre los cursos online de comunicación de crisis para portavoces que estoy impartiendo estos días, estos textos en los que les expongo mi confinamiento, las notas de prensa, planificaciones de marketing o redes sociales que gestiono habitualmente con mi agencia y las llamadas que me hacen levantarme y recorrer de punta a punta la terraza, creo que estoy siendo un buen entretenimiento.
Luego, en el aplauso de las ocho, hay quienes me preguntan a gritos que cómo me llamo y a qué me dedico. La explicación sencilla es que soy periodista, porque decir que tienes una agencia es demasiado abstracto como para divulgarlo a voces. De hecho, estoy segura de que mi madre, hasta que no empecé a presentar eventos y a codearme con famosos entre desfiles y fiestas, no supo explicar muy bien a sus amigas qué era eso que montó su hija hace 15 años con una chica muy maja de Madrid.
Es normal, el trabajo de agencia es como el de un actor, baila entre la profesión de un titiritero y la de un maestro y nos obliga a mover las cuerdas de otros sin que nadie lo perciba para que fluya la magia en escena y los personajes cobren vida. Al final hacemos lo mismo que ellos: entretenemos, acompañamos y, cuando podemos, educamos.
Escribir y hablar es sencillo, todos aprendimos de pequeños, pero hacerlo para que nos vean y para que nos lean abstrayéndose del resto del mundo es otra historia. Ahora debemos, además, reinventarnos. Quienes hipotecábamos el 50 % de nuestros ingresos a la organización de todo tipo de citas musicales, sanitarias o de ocio estamos haciendo malabares para poder seguir levantando el telón cada día y no dejar de sonreír a nuestro público hasta que termine la función.
Hace unos años, cuando descubrí que la formación me gustaba, comencé a impartir clases de forma esporádica en universidades, institutos, empresas privadas, instituciones y partidos políticos y últimamente he tenido que aprender a hacerlo sin sentir el calor de los alumnos cerca, con las complicaciones de empatizar a través de una pantalla. Le estoy cogiendo el gustillo, no se crean, y voy a uno por día, por lo que es normal que mis vecinos no comprendan por qué me río sola, levanto los brazos o las cejas o me arreglo como si fuese a dar una rueda de prensa para sentarme cada día en esta silla con vistas a su edificio. Quién sabe, tal vez un día de estos me los encuentre al otro lado del monitor y de pronto entiendan el argumento de esta obra en la que tendremos que aprendernos nuevos guiones para que no nos cierren el teatro. Sea como fuere, yo seguiré reescribiendo, pase lo que pase, mi historia y, si me lo permiten, la suya.