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Bitácora de una distopía

Aprovecha el tiempo

Aprovecha el tiempo. | Casa de S.M. el Rey

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Las frases más usadas estos días son: «¿cómo estás? ¿y tu familia? ¿y la empresa?» Cuando nos lanzan la primera, y si tenemos la suerte de que el Covid-19 sólo nos haya tocado de lejos, con despedidas amargas a familiares de amigos, respondemos mecánicamente que no podemos quejarnos. Lo hacemos, pero en la intimidad. En mi caso nunca me había sentido tan torpe consolando a quienes sí han perdido a parte de los suyos sin poder despedirse con un beso o sosteniéndoles la mano en su último aliento. Cada día son más y más cercanos. Las palabras de duelo se cuelgan en las redes sociales, con la ilusión de sentir que les llega de algún modo ese último adiós al que no han tenido derecho. Desde una pantalla tenemos la sensación de que sus almas pueden sentirnos o leernos y de que inician un viaje a otro lugar más bonito y menos convulso que este. Es entonces cuando la culpa por rumiar por nimiedades, que nada tienen que ver con terminar la partida en esa soledad tan absoluta, nos atenaza y nos hace agachar la cabeza.

Luego, cuando respondes que gracias a Dios, a Buda o a las energías que gobiernan el mundo, tus padres y tus hermanos están bien, llegan el resto de preguntas. «¿Y cómo ves el futuro? ¿crees que se podrá restablecer el turismo? ¿has perdido clientes? ¡madre mía, como esto no se solucione pronto las vamos a pasar canutas…!» y ahí es donde brotan los miedos futuros de esta plaza de toros en la que ya no hay música, público ni protagonistas. Y lo decimos bajito, porque seguimos avergonzados por anteponer la economía a esta masacre que ha lanzado sus bombas en los lugares más tristes del mundo: las residencias de ancianos, esos rincones a los que nunca querríamos llegar y que hoy tienen un eco muy oscuro. Mi madre siempre ha dicho que ella envejecerá en su casa, que bajo ningún concepto la llevemos a un asilo, y cuando éramos pequeños nos reíamos, porque era algo que le preocupaba y que nos decía muy seria, pero hoy sentimos como un presagio sus palabras y juramos cumplir aquella promesa. Aunque en este punto del artículo me dirán que eso decimos ahora, porque no siempre se puede. Algunas enfermedades, igual de crueles que el Covid-19, obligan a familias a internar a sus mayores en lugares donde no deberían correr peligro y que ahora, cuando se han vestido de tumbas, les golpean con dos penas, la de entonces y esta nueva.

Y algunos sólo ven cifras donde hay nombres propios y afirman que saldremos de esta crisis, en la que intentarán no volver a hablar de ellos, y aseguran que costará pero que mientras tengamos para comer y podamos juntarnos con aquellos que amamos todo estará bien. Entonces intentamos hacerles caso y nos vestimos de optimismo. Ironizamos con volver a los años 20, no a los actuales, sino a aquellos en los que tuvimos esa edad y donde la imaginación suplía al dinero para bebernos la vida y viajar por el mundo. Pero lo cierto es que nos creemos nuestras mentiras a medias. Hoy tenemos responsabilidades que nos retuercen las tripas y que nos impiden recuperar aquella alegría despreocupada: hijos, hipotecas, gastos, empleados, empresas, impuestos... Y por las noches esas preocupaciones nos roban el sueño y las sonrisas, porque solo sabemos que no sabemos nada.

Antes de colgar llegan los consejos: «Aprovecha el tiempo ahora que puedes», «termina esa novela que tenías a medias», «pinta, cocina, ve series», «lee todos esos libros que te saludan con timidez cada día cuando les pasas el polvo…» y la realidad es que no puedes, porque no consigues concentrarte en nada de eso. Pintar la casa estando dentro, hacer limpieza o poner orden en tu caos suena a discos rotos y las historias se niegan a brillar. En mi caso los únicos ataques de lucidez, o de sombras, se reservan a la página diaria que rasgo cada día en esta bitácora y lo único que se salva de la quema son los pucheros y las lentejas que estoy cocinando mientras les escribo. Aprovecha el tiempo, me repiten, y, sinceramente, no sé cómo hacerlo.

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