Me pongo los escarpines para intentar ascender y entender esto de la desescalada. Como no tengo ni idea de deportes, ni falta que me hace, el lenguaje técnico y las estrategias para subir de categoría me parecen de ciencia ficción, aunque, al fin y al cabo, les escribo desde una sección llamada Bitácora de una Distopía, así que de aquí puede salir cualquier cosa. Me dicen mis hermanos, mis padres y mis amigos de lugares tan remotos hoy como Madrid, Aranda de Duero o Segovia, que somos unos afortunados, no solo por poder entrar a partir de mañana en la tan anhelada Fase 1, recuperando algo tan patrio como juntarnos con los nuestros de nuevo, sino también porque eso significa que tenemos pocos contagiados y hospitales casi libres del bicho. Es curioso, porque es a ellos precisamente a los que más echo de menos y no sé cuándo podré ver, y por los que no duermo.
Ahora que me había aprendido todo lo que no se podía hacer, esta nueva clasificación me genera una nueva ansiedad por si incumplo alguna norma. Por ejemplo, si podemos desplazarnos a otros municipios dentro de la misma provincia y se da el caso de que Palma es la capital omnipresente de todas la islas, véase la que manda y se lleva los cuartos, no sé si me está permitido ir a Formentera a respirar el color de sus aguas turquesas o a Mallorca a abrazar a mi amiga Maria Antonia. Por otro lado nos facultan a reunirnos en grupos de hasta diez personas en las terrazas de los pocos bares que decidan abrir de 12:00 a 16:00 horas, aunque también podemos hacerlo en nuestras propias casas, pero ahí no especifican horarios, lo cual me hace dudar sobre si alguien me denunciará si paso a cenar a casa de mis vecinos Fer y Jana, cuyos platos me han alegrado más que nada este confinamiento.
Entiendo perfectamente que todo es nuevo, hasta la “nueva normalidad”, valga la redundancia, pero echo de menos algo de luz entre las sombras de cómo debemos desenvolvernos en estas rutinas en las que me siento como si llevase un burka que me quita el aire y la libertad y donde todo me da miedo.
He trazado un plan en un Excel en el que ya he pensado qué diez amigos abrazaré estos días, aunque tampoco sé si eso me está permitido (no saben cuántos abrazos he fabricado y tengo guardados para ellos), porque otra de las directrices que nos recomiendan es que no nos vengamos arriba y que nos juntemos con todos los conocidos que tenemos, amén de mantener religiosamente las medidas de seguridad y de distancia. Es mejor hacerlo siempre con las mismas personas, así que nos quedaremos con los integrantes de nuestra particular comuna donde ya estamos preparando nuestros búnkeres para decidir con qué menús perfeccionados durante el encierro vamos a agasajarnos los unos a los otros.
En esta Fase 1 espero no tener que asistir a ningún entierro o velatorio, aunque esté permitido, y todavía no pienso ir al gimnasio ni a las tiendas por dos motivos: no me siento segura aún para hacerlo, se ve que me he metido mucho en el papel de la loca que escribe cada día un diario apocalíptico, y asumo que es preciso abogar por la contención del gasto, porque no sabemos qué puede venir, si sufriremos repuntes, si encontrarán la puñetera vacuna a tiempo y si esta crisis sanitaria que nos asola se alargará tanto como para que me quede sin cuartos. Así que, por el momento, me conformo con invertir lo justo en buenos alimentos, vinito de la tierra y gastos corrientes y seguir paseándome con las mascarillas Adlib que me ha hecho mi amigo Tony Bonet para que las sonrisas que guarde dentro sigan siendo artesanales y naturales.