El confinamiento me ha robado una veintena de eventos que organizaba o presentaba entre marzo y agosto, una decena de cumpleaños importantes, dos viajes bonitos, una cena en el Celler de Can Roca, un Barça-Atlético de Madrid y las vacaciones de verano. Aun así, ya les dije hace algunos capítulos de esta bitácora que ahora mismo todo eso me la suda bastante. El COVID-19 no se ha llevado a nadie de mi tribu y aunque varios han dado positivo y han tenido que sufrir en habitaciones «confitados» al amparo de la dulzura de los suyos, no han perdido la ilusión ni las ganas de seguir dando guerra.
Sin embargo, y no nos olvidemos de ellos, por favor, la nueva normalidad para otros sabe mucho más amarga que la peor de las cervezas. Empieza sin el aroma de sus padres, de sus abuelos, de sus parejas o de sus hijos, víctimas de esta guerra que estamos ganando entre todos. Como en todos los enfrentamientos sin sentido, sus cuerpos están en alguna cuneta dentro de urnas oscuras. Los muertos esperan a los suyos con la misma tristeza de esos bebés de gestación subrogada, que lloran en cunas de provincias europeas donde se permite el alquiler de seres humanos para satisfacer caprichos de infértiles. Sin las cenizas de los nuestros las despedidas son de mentira y la paz nunca llega desde tiempos inmemorables. Son ellos precisamente los que nos recuerdan que todavía no podemos lanzar las mascarillas al aire, que debemos seguir extremando las medidas de distancia y de higiene y que, aunque ahora la OMS nos diga que ve improbable un nuevo brote, el final no ha llegado. Si no, yo no estaría escribiéndoles todavía desde este periódico. Recuerden que los que hablan son los mismos expertos que dijeron que el coronavirus solo era una mala gripe y que no se extendería por todo el mundo. Por eso somos muchos, aunque otros pocos hagan más ruido, los que guardamos un luto de respeto por ellos, por lo que no están y por los que se han dejado el alma para intentar salvarles la vida. Esta crisis sanitaria nos ha robado miles de sonrisas, aunque ahora nos rebajen las cifras, y se ha cebado con los más sabios y con los más vulnerables.
Hoy le he dicho a mi madre que «les dejo» bajar a tomarse un vinito al bar de abajo, porque ¡qué coño! ya están en la primera fase, y ella me ha respondido que ya lo han hecho y que no necesitan el permiso de nadie. De hecho, me ha recordado que llevan días haciendo la compra, saliendo a andar y hablando con los vecinos de forma responsable y que ya están un poquito hasta las narices de nuestro paternalismo. Yo he agachado las orejas y me he callado, porque tiene más razón que una santa, y porque no he sabido explicarle con la voz el pánico que me arde en las tripas cada vez que pienso que pudiese pasarles algo. Es muy difícil transmitirle a alguien que tu mayor temor es saber que un día no estará y que no podrás decirle de nuevo que esa historia ya te la han contado. Nadie hará las croquetas nunca como mi madre, jamás, ni el pescado al horno como mi padre, hay perfumes que cuando los huela en otra piel que no sea la suya me harán llorar y el color de sus voces es la gasolina y el aliento de mis días. Pero entiendo que no puedo secuestrarles y confinarles más de la cuenta por un egoísmo infantil vestido de mi propio miedo, y que se merecen que confíe en su inteligencia.
Por cierto, mamá, recuerda que nos debemos un viaje a Granada para hartarnos a llorar escuchando flamenco en una cueva, y sendos conciertos de Raphael y del Dúo Dinámico, porque eso es lo que haremos dentro de muy poco, volver a bailar y a cantar con músicos de los buenos para espantar del todo, de una puñetera vez, este asqueroso miedo.