La vuelta a la normalidad es despertarse una mañana sin papel higiénico. Abrir la despensa y descubrir que no te queda leche de almendras para templar el café y que solo atesoras una triste botella de agua embotellada. Recuperar la normalidad es sentir esa quemazón de hambre a media mañana y abrir la nevera sintiendo dentro un eco aterrador, es prepararte la cena a base de medio tomate lacio que descansaba tiritando en la soledad del cajón de las hortalizas y una lata de mejillones en escabeche que guardabas desde el confinamiento. La nueva normalidad es idéntica a la de hace cuatro meses, pero con mascarilla. Mis costumbres se han vestido siempre de compras diarias, rápidas y con poco gusto en el supermercado de la esquina a las tres de la tarde, cuando el hambre aprieta y el cerebro está tan necesitado de azúcar que se olvida de la mitad de las cosas. Como los de quienes se conforman con un revolcón de madrugada para aplacar sus instintos más primarios en un callejón cualquiera, con rostros que no serían capaces de dibujar al día siguiente.
Sé que les prometí volver a comer bien y les juro que no sé cómo he vuelto a convertir mi casa en una oficina. En cuanto termine de aporrear el teclado llamaré a Los Gallegos para que me vuelvan a llenan las tripas, o el congelador al menos, y a Can Soldat para que nunca me falten fresas y aguacates con los que poner color a mis días.
Tengo un amigo que hizo un acopio de rollos del WC tan basto que ha calculado que tendrá material con el que remendar sus vergüenzas para el próximo año. A mí me pasó lo mismo, pero con el agua. Hacía casi dos meses que no echaba de menos ese bien tan necesario en Ibiza que me obligó a afinar la creatividad para estudiar dónde almacenar todas las garrafas que adquirí por si se nos terminaba. Lo mismo le ocurre a la vinoteca, otrora a rebosar de caldos de mi tierra, y que vuelve a mostrar su aspecto raquítico de siempre, y mi padre ya me está preguntando si necesito que ponga en marcha otro gran cajón de conservas de los suyos con el que aplacar mi falta de previsión alimenticia.
Ya no cocino albóndigas cada semana, ni bizcochos ni ensaladilla rusa los sábados. En parte porque no creo que una analítica pudiese aguantar mucho tiempo los homenajes que nos dimos para calmar la ansiedad y el aburrimiento durante el «secuestro», y también porque ya empiezo a ir a la playa y no quiero hundirme por mi propio peso.
Puede que ya no tenga esa necesidad imperiosa de compensar con comida otras carencias, ni de alimentar mis deseos con el pecado de la gula, pero en esta nueva vida debo recordar lo andado y lo aprendido y evitar despertarme de nuevo una mañana gris sin leche con la que confundir el sueño ni sin el papel suficiente para poder limpiarme el culo.