Maria Tur (la Marina,1944), creció entre la Marina y sa Penya. Hija de un portuario aprendió a bordar con las monjas de San Vicente, un oficio que le permitió empezar a ganar dinero desde una edad muy temprana.
—¿Dónde nació usted?
—En el carrer de la Xeringa. Allí crecí junto a mi hermano pequeño, Vicente, y a mis padres, Vicent de Can Rayus y Pepa de Can Besuró.
—¿A qué se dedicaban sus padres?
—Mi madre se dedicaba a la casa y a trabajar en las feixes. Mi padre era portuario en el muelle. Era un trabajo muy duro, solía empezar en cuanto llegaba un barco sobre las ocho de la mañana. Iban llamando a los trabajadores a medida que iban haciendo falta. Si para un barco necesitaban a cuatro personas, solo llamaban a los cuarto primeros, a medida que iban necesitando a más gente llamaban a más. Mi padre llegó a hacer varios jornales en un solo día. El pobre lo había pasado mal.
—¿A qué se refiere con que lo pasó mal?
—A que cuando era pequeño su madre lo dejó en el orfanato. Estuvo allí hasta los seis años, cuando un matrimonio se lo llevó para que hiciera de pastor en su finca. Su madre, la muy (…), no le quiso conocer hasta el día que se casó solo para poder presumir de que había ido a la boda de su hijo.
—Intuyo que no guarda muy buen recuerdo de su abuela.
—Pues no. Ninguno. Nunca le perdoné que abandonara a mi padre cuando era tan pequeño. Tanto es así que, dos días antes de mi boda, ella se presentó en casa de mis padres para decirles que venía para quedarse ya que se quedaba una habitación vacía en la casa. Yo le dije que por encima de mi cadáver. A mis padres les dije que si ella se quedaba en casa con ellos, que se olvidaran de mí. Ellos eran muy buenos, pero entendieron perfectamente lo que les dije: que no era justo que, después de abandonar a mi padre cuando era pequeño, pretendiera que ahora la mantuviera en su casa. Mi padre le dijo que su hija era más importante que ella y se la llevó en su bicicleta de vuelta a su casa de Jesús. Sin embargo los hermanos de mi padre, los que tuvo después mi abuela con su nueva pareja y los dos que ya tenía ese hombre, fueron lo más maravilloso del mundo.
—Usted, ¿creció en la calle de sa Xeringa?
—Sí, hasta que tuve 14 años y mi padre se compró una casa en Sa Penya, en la calle del Retiro y nos mudamos todos allí. A los pocos meses de habernos mudado conocí al que después sería mi marido, Toni Vinyetes. Él trabajaba en Barcelona y vino a pasar las Navidades con su familia, que vivía al lado. Nada más llegar le dijo a su madre, «esta chica que ha venido a vivir aquí será mi mujer». Volvió a principios de verano para abrir en bar Zenit como camarero. En es época yo salía con un mallorquín, un grandísimo hijo del diablo, que cuando me dejaba los domingos en casa se iba con otra a Sant Antoni. En cuanto me enteré lo mandé al carajo y, ese mismo día se presentó en el hotel Zénit para decirle a Toni que ‘María ya está libre, ya puedes ir a por ella'. Ese mismo día, en el Club Patín, Toni me sacó a bailar y dos años después nos casamos. Tuvimos un matrimonio muy feliz, pese a que los últimos dos años lo pasó bastante mal. Sufrió hasta 15 operaciones distintas en todo ese tiempo. Justo el día de nuestras bodas de oro le daban el alta de una de sus operaciones y no pudimos celebrarlo por todo lo alto. Al llegar a casa nos abrazamos, nos besamos y nos echamos a reír para seguir siendo felices dos años más. Estuvimos casados 52 años hasta que faltó hace ahora seis años.
—¿Pudo ir al colegio?
—Sí, fui a las monjas de San Vicente, pero solo hasta los 11 años para ponerme a trabajar como bordadora. En el colegio me enseñaron a bordar muy bien y me dediqué a eso desde entonces. Podía llegar a ganar entre 200 y 300 pesetas semanales, eso sí, trabajando hasta las dos o las tres de la mañana. A lo mejor me encargaban unas sábanas o unas docenas de pañuelos para dentro de dos o tres días y había que cumplir con los plazos.
—Ganaba bastante dinero para la época y para su edad, ¿lo daba para contribuir en casa?
—Sí, hasta que mi padre me dijo que me lo guardara para mí, para cuando me casara. Como yo quería seguir ayudando, lo que hacía era comprarles cada mes ropa a mis padres y mi hermano. Un mes un pantalón o unos zapatos para mi hermano, otro mes una camisa para mi padre, otro una blusa para mi madre… Mi padre siempre me reñía por hacer eso: ‘¡niña no!, te tengo dicho que lo ahorres para cuando te cases' [ríe], pero, al mes siguiente, volvía a comprarles alguna cosa más.
—¿Siguió bordando tras casarse?
—¡Sí!, bordé siempre. A decir verdad, a los dos años de haberme casado me fui a trabajar un par de años como cocinera. No recuerdo el nombre del restaurante, tenía un nombre inglés (el de la mujer del dueño) y estaba detrás del hotel grande de Verdera. Era de Toni, un sobrino de Don Bartolomé. Allí trabajábamos muchísimo, llegué a preparar hasta 42 paellas en un solo día, un 18 de julio. Ese día nos quedamos sin pollo ni paella para comer nosotros. Tuve tanto trabajo (piensa que yo lo tenía que hacer todo, fregar los cacharros y todo) que Don Bartolomé tuvo que venir a ayudarme limpiando los platos. El día de la inauguración le había dicho que me gustaría verlo algún día vestido de hombre, sin la sotana. Si es que era tremenda [ríe]. Él me contestó que mis ojos jamás verían eso. Pues el día que vino a ayudarme le recomendé que, para no ensuciarse la sotana, se la subiera y así, si se manchaba, solo lo sería en los pantalones. Así lo hizo y, entonces, le dije que por fin lo había visto vestido de hombre [ríe]. Era muy buen hombre pero, tras muchos años protagonizó un escándalo desde el cual yo solo creo en Dios, no en los curas.
—¿Siguió trabajando como cocinera?
—Sí, en unos cuantos más. El último restaurante en el que estuve trabajando fue en el Mar i Sal de Ses Salines, pero eso fue después de que cerráramos la bodega. A los 11 años de habernos casado, Toni y yo habíamos abierto una bodega en la Vía Púnica, la Bodega Vinyetes, que tuvimos unos 10 o doce años antes de tener que cerrarla. Fue en la época en la que empezaron a abrir los supermercados y muchas tiendas pequeñas de Ibiza se acabaron arruinando. Tuve que dejar de trabajar a los 58 años para poder cuidar de mi marido tras su operación de corazón y de mis padres, que ya estaban muy mayores. Me hubiera gustado seguir trabajando. En la cocina, mientras trabajaba, se me iban las cosas malas de la cabeza.
—¿Mantiene alguna actividad para alejar ‘las cosas malas' de su cabeza?
—Sí: hacer sopa de letras toda la tarde. Las mañanas desayuno en el Bar Hana, después vengo a ver a mis amigas a Can Ventosa antes de irme a comer a casa. Después de comer veo la tele un rato y, de cinco a ocho hago las sopas de letras. Luego ceno, veo Pasapalabra y las noticias de Antena 3, después pongo las noticias de Ibiza en la TEF y, cuando acaban, ya tengo el día hecho y me voy a la cama.