Cada año estamos igual en aguas de las Pitiusas. Cuando no embarranca un ferri, se incendia un megayate que acaba hundiéndose y causando un vertido contaminante de combustible. No llegamos al punto de que el pasajero de un barco lance una bengala a tierra y con ella incendie el islote de s'Espalmador en Formentera, como en agosto de 2016. Sin llegar a esos límites de despropósito, cada verano tenemos un sobresalto. Y con tal reiteración, ya nadie puede hablar de casualidad o mala suerte.
El mar que baña nuestras costas es uno de nuestros más preciados tesoros, pero son tantos los riesgos que sobre él se ciernen por mor de la proliferación de embarcaciones de recreo, muchas de ellas chárter (de alquiler) y también por el incremento del tráfico marítimo entre las Pitiusas, que no podemos seguir ignorándolos. La situación está descontrolada y se nos ha ido de las manos, como se puede ver.
Es cierto que cada vez la población está más concienciada y se puede afirmar que son mayoría quienes están convencidos de la necesidad de proteger el medioambiente y nuestro patrimonio natural, tanto marino como submarino, así como nuestro litoral, tan frecuentemente agredido impunemente.
Pero también hay quién carece de la más mínima sensibilidad medioambiental y únicamente ve el mar como un negocio que exprimir unos pocos meses para vivir todo el año de lo que se haya recaudado en verano, sin importar ni las leyes, ni tampoco el daño que se pueda causar al ecosistema marino. Y mucho menos los derechos del resto de ciudadanos que buscan disfrutar ociosamente del mar, sin aprovecharse de nada ni de nadie.
Porroig
Lamentablemente, el caso del empresario de Porroig investigado por la Guardia Civil por un supuesto delito medioambiental, no es tan extraordinario. Hay muchos otros que hacen de su capa un sayo, como él. Y como Paquita Marsan de Casa Lola. O como el propietario de aquel famoso chalé patera de Sant Antoni, que en 2017 admitía dar alojamiento a 104 inquilinos a quienes alquilaba una cama y una taquilla. La mayoría no tienen el desparpajo ni el descaro que han demostrado los citados, pero hacen igual de daño.
Hace años que el gran problema de las Pitiusas es la codicia. Demasiada gente persigue ganar dinero a costa de lo que sea, sin atender a nada ni a nadie más que a su propio beneficio. Las normas no importan, ni tampoco las consecuencias, no sólo legales sino también medioambientales de lo que se hace. Es egoísmo y codicia a partes iguales. Se corre el riesgo porque el beneficio merece la pena. O eso parece. Y esta filosofía de vida, que empezó siendo minoritaria y residual, se ha convertido poco a poco y año a año, en la motivación general de demasiados oportunistas.
No damos abasto para tanto caradura. No nos bastan los policías ni los inspectores. Tenemos que recurrir incluso a detectives privados para luchar contra las fiestas ilegales, porque el Consell d'Eivissa carece de los medios necesarios para no tener que externalizar tan delicada función. Ya me dirán si eso es normal. En Ibiza sí, claro, pero sólo aquí.
Eivissa y Formentera no tienen capacidad para acoger más barcos. La saturación obliga a muchos a fondear, a veces sobre las praderas de posidonia. Por no hablar de aquellos que vacían la sentina en el mar, que son muchos más de los que se quiere admitir.
En fin, sigamos lamentándonos de las desgracias que se suceden con rigurosa puntualidad británica, también en el mar. A pesar de que ahora tenemos un destacamento del Servicio Marítimo de la Guardia Civil con base en Eivissa, reconducir la situación no será tarea sencilla. Asumamos que, de no actuar con contundencia, habrá más hundimientos y más vertidos. La pregunta es: ¿Nos lo podemos permitir?