En 1986, Gonzalo González abría la pastelería La Canela en plena calle Aragón de Vila, concretamente en el número 54, donde continúa desde entonces ofreciendo su maestría al público ibicenco.
La experiencia de González comenzaba cuando contaba con tan solo 14 años, en una pastelería de la Puerta del Sol, en Madrid: «Aprendí con los maestros antiguos, con la manera de trabajar de antes».
«Por la puerta de la pastelería apenas entraba harina, huevos, leche, mantequilla, azúcar, nata sin montar y poca cosa más», recuerda el maestro pastelero respecto a su etapa como aprendiz en los primeros años setenta, cuando «teníamos que elaborarlo todo; los frigoríficos eran mínimos y muy rudimentarios, y los hornos eran de leña».
Gonzalo y su experiencia aterrizaron en Ibiza en 1978 de la mano de Pedro Ventura, que «me propuso venir a trabajar en la pastelería Príncipe, en la calle Ramon Muntaner, que había abierto su esposa.
Vine a hacer una temporada que se acabó alargando durante ocho años, hasta que me pude poner por mi cuenta, y así hasta el día de hoy».
Respecto a los inicios, Gonzalo recuerda que «estaba yo solo con una chica que se encargaba del mostrador». El primer empleado que tuvo Gonzalo fue Marcos, que «cogió alergia a la harina y no pudo seguir con el oficio», al que le siguieron otros muchos: «A día de hoy somos unas 20 personas, aunque ha habido épocas en las que hemos sido más», asegura el propietario de La Canela.
Entre los trabajadores más veteranos que han acompañado a Gonzalo en el obrador de La Canela se encuentran Toni Ribas, o ‘Lalo’, y Gonzalo Moreno, «que se ha jubilado hace poco después de más de 30 años con nosotros». Cristina y María son también las trabajadoras más veteranas detrás del mostrador de La Canela, a quienes Gonzalo no quiere dejar de nombrar a la hora de recordar a sus empleados más emblemáticos.
Agonía de un oficio
«Ha pasado mucha gente, pero siempre ha sido habitual que muchos aprendices acaben abandonando el oficio por otro muy distinto», asegura Gonzalo antes de denunciar que «el oficio de pastelero está en peligro de extinción».
Los argumentos de González ante la desaparición de su oficio giran en torno a que «los horarios son intempestivos, hay que trabajar los días que para el resto de mortales son de descanso. De hecho, las fiestas más señaladas son las que más trabajo tenemos, igual que en la hostelería». «Al final, la gente joven prefiere otro tipo de oficios en los que trabajan delante de un ordenador y tienen más tiempo libre», insiste Gonzalo, mientras reconoce que «lo entiendo perfectamente».
Congelado
Ante la agonía del oficio a la que se refiere González, el pastelero considera que «el hueco que deja la profesión lo ocupa el congelado, al que solo hay que calentar, sin necesidad de madrugones, de tener ninguna experiencia ni de que entre un solo saco de harina al almacén del local».
Relevo
Ante el panorama desolador que describe Gonzalo respecto a su oficio, Esperanza, su pareja, hace honor a su nombre explicando que «así como se fue acercando la jubilación de Lalo, le propuse a mi hija, Melisa, que aprendiera el oficio, y esa ha sido una de las mejores decisiones que hemos tomado. Ahora es ella quien se encarga de las tartas; ha sido una gran discípula de Lalo».
«Los que quedamos es por amor al oficio de pastelero», añade el responsable de La Canela, mostrando verdadera vocación, mientras afirma que «además, antes los pasteleros y panaderos se ganaban muy bien la vida; actualmente hay que pelear muy fuerte, también con la burocracia, para seguir adelante».
Producto
El género que se elabora diariamente en el obrador de La Canela ha ido evolucionando en su cerca de medio siglo de vida. «Al principio tenía cierto ‘miedo escénico’, ya que había muchas pastelerías que prácticamente solo hacían los productos tradicionales de toda la vida; no se hacían los pasteles que siempre había hecho en Madrid ni los de la influencia de la pastelería francesa que yo tenía», recuerda el pastelero, que explica: «Finalmente decidí optar por hacer lo que había aprendido: bollería con mantequilla o repostería más pequeña, por ejemplo». En este sentido, Gonzalo recuerda con simpatía la reacción de una de las primeras clientas que descubrieron por primera vez su repostería: «Aquestes merderades, què són?».
Innovación y tradición
Con esta anécdota, González ilustra las costumbres ibicencas respecto a la pastelería de entonces: «La gente estaba acostumbrada a llevarse un tortell grande o una ensaimada. También escuché por parte de colegas del oficio que alguien se escandalizaba por ofrecer croissants rellenos de lechuga, que en los años 80 no eran tan habituales como ahora».«Siempre he tenido cierta tendencia a la innovación para no quedarme anclado», considera Gonzalo, que no obstante no deja de mostrar su admiración por «la pastelería tradicional, que es la esencia verdadera del oficio». Sin embargo, según la percepción que tuvo Gonzalo desde su llegada a la isla, el éxito de La Canela estaba asegurado: «Nada más llegar me sorprendió lo mucho que le encanta el dulce al ibicenco; no nos costó mucho que los abuelos probaran nuestras propuestas».
Calidad y servicio
En la receta del éxito de La Canela, además de la calidad del producto, el respeto por la tradición y la innovación, Gonzalo considera imprescindibles otros ingredientes como «el buen servicio a la clientela, a la que nos debemos, además de la limpieza, que siempre me ha obsesionado».
Una receta que le ha valido a la veterana pastelería el respeto de una clientela que «ya va por la tercera generación», asegura González, mientras lamenta que «algunos de nuestros primeros clientes ya no están con nosotros, pero ahora siguen viniendo los hijos y los nietos con sus biznietos».
Una fiel clientela que ha venido cambiando sus costumbres: «Antes se celebraban mucho los santos, algo que se ha dejado de hacer bastante. Ahora solo se celebran los cumpleaños».
Las referencias artesanales
Entre todas las referencias de panadería, bollería, repostería y pastelería en general, Gonzalo destaca «los donuts artesanos y los chuchos que hemos hecho desde el primer día», de los que asegura que «siguen viniendo clientas que ya peinan canas a buscarlos desde que iban al colegio y ahora se los compran a sus nietos».
Más allá del azúcar y la mantequilla, lugares como La Canela conservan una memoria colectiva que se hornea a diario. En sus vitrinas no solo se exhiben dulces: se muestra también una manera de entender el oficio, el servicio y la vida en comunidad. Mientras muchas panaderías artesanas bajan la persiana frente al empuje de las franquicias y los productos precocinados, pequeños templos del sabor como éste resisten con dignidad, demostrando que hay recetas que no deberían perderse.
De artesanal tiene poco y de sano menos