Roser Alenyar se define a sí misma como una «pacifista». De hecho, de pequeña sus hermanos la llamaban la «haya paz» porque siempre trataba que hubiera armonía entre todos. Esta mallorquina, de 37 años, segunda de cuatro hermanos, ya desde pequeña apuntaba a una personalidad propia y unas ideas claras sobre lo que realmente importa en la vida. «Me interesa el interior de las personas, qué más da el aspecto físico, la importante va por dentro».
Por eso, sin tener ni idea, un día vio que su vida se encaminaba hacia la profesión que casi la escogió a ella por casualidad. Estudió trabajo social después de leer una lista de carreras de la UIB y pensar «que sonaba bien», e, inmediatamente se sintió identificada, por su forma de ser, con una profesión que la llevaría a estar en contacto con la ciudadanía y a ayudar a todo el que la necesitara. Y eso que no tenía ni idea de lo que implicaba, al principio, porque no conocía a nadie que se dedicara ello».
Sin embargo, cuando empezó a estudiarla vio que era lo suyo. «Fueron tres años de diplomatura en los que también tuvimos prácticas», y fue con estas últimas con las que tuvo problemas en tercero ya que su tutora decidió suspenderla al considerarla «inmadura». Aunque no se dió por vencida y lo asumió fue suspendida por segunda vez e, incluso, aquella profesora le animó a dejarlo. No lo hizo y gracias a su tesón y a que cambió de tutor consiguió aprobar las prácticas. «De todo lo malo hay que sacar la parte positiva y no hay que quedarse con lo que te diga una persona, porque eso es sólo un punto de vista».
Además, Roser aprendió a no tomarse las cosas tan enserio, aunque siempre le quedará la duda de lo que significa realmente la madurez.
Su vida laboral
Tras terminar la carrera comenzó una beca de posgrado en el Ayuntamiento de Calviá, en el servicio de juventud, donde tras trabajar con mujeres, personas con discapacidad, menores, ancianos o drogadictos, aprendió que «en el trabajo social se pueden hacer muchas cosas con diferentes colectivos y que se puede adquirir mucha experiencia». Entendió, además, que este trabajo no sólo se limitaba a personas en riesgo de exclusión social sino que va más allá de dar ayudas. «Como yo digo, no es darle peces a la gente sino enseñarles a pescar».
Después se sacó el título de monitora de tiempo libre y comercial en Mallorca, aunque también trabajó con menores en la Oficina de la Dona, en la Asociación de Esclerosis Múltiple... y hasta pasó por Teleasistencia, precisamente la razón por la que saltó a Eivissa. «En el 2005 el Consell de Eivissa y Formentera quería llevar la teleasistencia a las Pitiusas y, tras pasar tres entrevistas, me avisaron de que me tendría que trasladar. Yo en ese momento necesitaba un cambio en mi vida y no lo dudé, me vine con 27 años».
Equipada con su mochila y su coche se mudó a la isla vecina, en la que no conocía a nadie, pero donde se sintió acogida desde el primer momento. «Cuando llegué me di cuenta de que Eivissa no tiene nada que ver con Mallorca pero mi experiencia, al menos, fue muy buena, llegué sin conocer a nadie y me abrieron las puertas de su casa».
Además, no le faltó trabajo. Tras año y medio en Teleasistencia comenzó en 2006 a trabajar en el Ayuntamiento de Eivissa para llevar a cabo un proyecto sobre la conciliación de la vida personal y laboral y el equilibrio del uso de los tiempos. Después comenzó un máster de Igualdad que iría estrechamente ligado a su actual ocupación puesto que, desde el 2008, es técnica del Casal de Dones del Ayuntamiento de Eivissa donde se dedica a promocionar la igualdad, internamente de cara al ayuntamiento y externamente al servicio de la ciudadanía.
Guarda, por todo ello, mucho cariño a la isla que la ha visto independizarse. «Ahora tengo mi casa, pago mis facturas... ¿es esto madurar? No sé, creo que siempre voy a tener un punto de inmadurez, que por otro lado me gusta”.