Lograr un compromiso es en ocasiones más difícil de lo que podemos imaginar. Una transaccional en que ambas partes logran su objetivo, resulta no siempre fácil de conseguir, aparentemente. Aunque sea temporal es un claro ejemplo de una convivencia afortunada, marcando libertades y límites al mismo tiempo. Abarca contrastes que en principio parecen contradictorios, pero en el fondo son el resultado de las más distintas capacidades humanas, ilusionadas por una convivencia en armonía.
¿Pero cuando podemos considerar que existe armonía? Ciertamente es una gran pregunta. Dependerá del punto de vista, el objetivo, la perspectiva, valores éticos... y podríamos seguir enumerando hasta el infinito y no acabaríamos. También podemos limitarnos a filtrar la información recibida, aislarla del entorno y analizar los elementos por separado, evitando así que surja una pugna destructiva con desenlace fatal.
Tantas veces topamos críticas que detestan por ejemplo el contraste entre lo contemporáneo y lo de antaño. Precisamente hay quien opina que elementos modernos desarmonizan en un entorno histórico, porque rompen de manera un tanto violenta con el objetivo inicial. En el caso del Castro de Vigo, alejado hace ya tiempo de ese objetivo inicial, ahora convertido en un museo al aire libre con senderos que marcan caminos y acercan jardines, vistas, fortificación y elementos contemporáneos al visitante, se ha logrado una fusión entre las diferentes edades que han pasado y pasan por él.
Quisiera puntualizar, que ocasionalmente el civismo al que nos obligamos, difumina en demasiadas ocasiones nuestras inquietudes más humanas, convirtiéndonos en robots, en máquinas que sólo son capaces de seguir instrucciones externas y llegado el momento de reconsiderar que respiramos porque queremos y no porque estemos autorizados, apreciamos de repente todo lo que nos rodea, sin exclusión alguna, disfrutando nuestra propia existencia, no como una obligación, sino como una propuesta que merece bastante más reconocimiento del que habitualmente brindamos.
Sin duda cuesta acostumbrarnos al cambio, nos cuesta mucho, casi demasiado, sin importar en absoluto colores políticos. La primera zona azul de Vila, tuvo detractores, planteó miedo económico, falta de comodidad por la necesidad de querer alcanzar en nuestra propia movilidad la meta deseada. Las peatonalizaciones lo mismo, la Plaça des Parc, els tres bisbes de la Marina, ahora Vara de Rey, siempre lograron una polémica comprensible. Pasado un tiempo todos disfrutamos los cambios, incluso convertimos en ruta deportiva el acceso al dique, sepultando bajo nuestro sudor la Platja dels Duros, impresionados por esa silueta tan conocida y que si prestamos atención, de vez en cuando nos envía alguna campanada, alertando que aún así, no todo ha cambiado.
Y volviendo al civismo y al compromiso con nosotros mismos, con la sociedad, tropezamos a veces con situaciones anárquicas que a pesar de recibir la condena a ser descalificadas, según el punto de vista, y las citadas intenciones, deberíamos -porque no- aplaudir ciertas expresiones, aunque sea en silencio, y aunque signifique confrontación entre partes, esa modulación estoica que pretende determinar la altura del cuadrado. Pintada y patrimonio, hecho y localización, en su lucha por una compatibilidad imposible, y un mensaje que dista tanto de una información sin contenido, subrayado además por el marco que lo envuelve y la pulcritud de su propia presentación... armonioso en su conjunto sin duda, pero a su vez inaceptable y por ello temporal y en estos momentos ya inexistente.