Esta semana me gustaría hablar de un tema que, directa o indirectamente, está muy presente en nuestras vidas. Me refiero al perfeccionismo.
A menudo, la línea que separa lo que es un perfeccionismo sano o “adecuado”, de lo que es un perfeccionismo insano que nos perjudica y nos complica excesivamente la vida, es muy fina.
De hecho, en las entrevistas de trabajo, cuando nos preguntan cuál es nuestro mayor defecto, siempre solemos responder que “somos muy perfeccionistas”, porque puede llegar a considerarse una virtud, sobre todo en ámbitos más competitivos y muy centrados en la consecución de objetivos.
Sin embargo, el perfeccionismo puede llegar a hacernos tremendamente infelices y a complicarnos muchísimo la vida.
Cuando no nos permitimos ni un solo error. Cuando nos auto-exigimos mucho más de lo razonable. Cuando no llegamos a terminar nunca nada, porque no está suficientemente perfecto. Cuando recibir críticas por nuestro trabajo o nuestro desempeño supone poner en entredicho nuestro valor. Cuando equivocarnos es sinónimo de fallar, de fracasar. Cuando somos capaces de ver el más mínimo fallo o error en un conjunto enorme de tareas excepcionalmente bien hechas, y ese fallo o error llega incluso a alterarnos y a quitarnos el sueño.
En todos estos casos, el perfeccionismo es insano y no nos beneficia en absoluto, sino todo lo contrario.
Detrás de él suele haber un problema de baja autoestima, de sentir que debemos de demostrar nuestra valía, porque dudamos de nuestra capacidad.
Posiblemente también, el haber tenido una educación muy estricta o unas normas muy rígidas que premiaban el “hacerlo bien” y castigaban duramente el “hacerlo mal”, nos hayan llevado a sentir que, en cierta forma, se espera de nosotros que cumplamos con unos estándares de calidad muy elevados.
De hecho, el extremo opuesto, es decir el despreocuparnos absolutamente del resultado de nuestras acciones y no cuidar tanto los detalles, no parece tener consecuencias tan nefastas para nuestro bienestar como ese cuidado extremo.
Las personas despreocupadas suelen vivir más tranquilas y sentirse más felices porque viven y disfrutan del proceso, momento a momento, y no están obsesionadas con el resultado final.
Es evidente que, para una empresa u organización, esta conducta no es premiada ni potenciada, porque conllevaría una falta de estructura y una desorganización tremenda. Pero, a nivel personal, sí puede ser, dentro de unos márgenes lógicos, claro está, una actitud mucho más sana y adecuada.
En mi opinión, quizás, lo más indicado sería encontrar el equilibrio entre ambas actitudes. Es decir, ese punto intermedio en el que las cosas están lo suficientemente bien como para que el resultado sea con una calidad tal que ya no se necesite tener que invertir más tiempo, esfuerzo y energía para hacer que sea significativamente mejor.
Pero, encontrar ese equilibrio, no es una tarea nada fácil, y, a menudo, nos cuesta mucho saber cuándo lo que hemos hecho es suficiente.
La clave, tal vez, esté en darse cuenta de cuándo ese insistir en los detalles no nos hace avanzar considerablemente y, en cambio, nos está complicando demasiado la vida.
Y, sobre todo, en confiar. Confiar en nosotros mismos. Confiar en nuestras capacidades. Confiar en que, llegado el momento, si es necesario, sabremos reaccionar a tiempo para sortear cualquier imprevisto. Aprender a llegar a ese punto en el que lo hecho ya está suficientemente bien como para poder “soltar” lo que llevemos entre mano, despreocuparnos del resultado y confiar en que ya ha sido suficiente y no es necesario hacer más, dándonos cuenta de que, por mucho más que hagamos, ya no vamos a mejorar mucho más el resultado y va a suponer una inversión en tiempo y energía nada “rentable” para lo que vamos a obtener a cambio.
Y que, aunque queramos controlarlo todo, siempre habrá cosas que son incontrolables.
Quizás, nos pueda servir el darnos cuenta de que, a veces, la exigencia no viene de fuera, de los demás, sino que es algo nuestro, interno, que nos autoimponemos nosotros mismos y que, en realidad, proviene del miedo. Miedo a fracasar. Miedo a no hacerlo bien. Miedo a defraudar a alguien, a no cumplir con lo que se espera de nosotros, a no estar a la altura. Miedo a que los demás se den cuenta de nuestras debilidades, o de que no sabemos tanto, o no estamos tan preparados como deberíamos.
Si ponemos en todo lo que hagamos lo mejor de nosotros mismos, de corazón, y hacemos las cosas con nuestra mejor intención, sin pensar en el resultado, confiando en que este será el mejor posible. Y, sobre todo, si perdemos ese miedo injustificado a fallar y a equivocarnos y nos damos cuenta de que, fallar no es, en absoluto, fracasar, sino que es aprender, y que solo fallando es cuando podemos mejorar y evolucionar, entonces, será más fácil vencer a ese perfeccionista desmesurado que vive en nuestro cerebro y que nos complica la vida hasta extremos a veces insoportables.
Y tú, ¿eres perfeccionista?