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Castillos de arena

Plaja de ses Salines, 2016

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Hay edades en las que nos abrimos más a los nuevos horizontes, sobre todo cuando todos los horizontes son nuevos. Son momentos en los que todavía no nos han alcanzado los juicos preconcebidos y cualquier novedad es acariciada por nuestra inocencia. Una inocencia que lejos de temer a ser vulnerada, es el catalizador perfecto para suprimir dudas y sorprender con sencillez y humildad. A veces la euforia llena los espacios conquistados y olvidamos que podemos tropezar.

Cuánto más amplio sea este horizonte, más crecerá la posibilidad que el aprecio hacia la creatividad aumente, sin importar la tendencia. Cuántas veces nos sorprendemos con nuevos encuentros con la imaginación. El arte de interpretar vivencias responde ignorando a quien frena posibilidades emergentes.

El espacio de la vida que alberga el arte, no es más que una alcancía de y en el tiempo, que evita que jamás nos quedemos sin ocio dedicado al instinto, que descubre mundos nuevos en un espacio crónico en el que se dice que ya está todo inventado. Las malas lenguas lo dicen.

También dicen estas malas lenguas, o mejor dicho, se equivoca quién ora que la cultura es castigada por el olvido. En realidad siempre ha tenido una importancia social, el espacio dedicado al cultivo de las inquietudes humanas. En cualquier época, y ciertamente en todas las épocas, los humanos hemos perseguido en nuestro tiempo libre aquellas artes que admiramos, pero tal vez no dominamos. La danza, la música, la exhibición, entre tantos otros, son elementos que distraen y nos extraen de la cotidianeidad sin pretender borrar el día a día y aligerar así la monotonía que envuelve la rutina.

Sabemos que cuando lanzamos un canto rodado plano casi en paralelo a una superficie de agua, éste rebotará numerosas veces, dependiendo del propio peso, de la fuerza con que es lanzado y del estado de la superficie. Trasladando este ejemplo a nuestra vida laboral y privada, podemos observar cómo cambiará nuestro vivir diario, a medida que incrementamos la ingesta de arte -sí es que podemos llamarlo cariñosamente así- con propuestas creativas, diferentes y nuevas. Y aunque no estemos en un museo, o en una sala de conciertos, el edificio de la esquina, el músico de la peatonal, incluso el orador de profecías, pueden significar un aporte considerable a la propia inquietud.

Esa curiosidad que experimentamos cuando queremos hacer algo que todo el mundo hace, pero que nadie se atreve a realizar por temor a fallar, desvanece en el momento que superamos esta inseguridad propulsada por estos juicios preconcebidos y experimentamos así la experiencia del éxito, del logro, coincidiendo con la satisfacción del vivir conscientemente y no de memoria.

Vivir conscientemente es un nutriente para la memoria. Alimentamos de esta manera, como desde una alacena, la inquietud y que no pare. Se convierte así el aprecio a la belleza en una tarea casi automática y casi por vicio. Y el arte casual nos ofrece ideas que solamente aparecen cuando es descubierto, como ocurre con el dandi en la mejor de sus definiciones.

Como el magnetismo de las piedras, unidas e inmóviles sorprenden por su estabilidad sin necesidad de aditivo alguno para su fijación. Una vez descubierta la belleza, nos alcanza como un imán, aunque no seamos de hierro.

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