JORGE MUÑOA (MADRID)
Hace siete años, en
1993, pocos meses después de abandonar el puesto en el que
permaneció desde 1965 hasta los Juegos Olímpicos de Barcelona, la
Asociación Española de Entrenadores decidió por unanimidad
homenajearle. Cuando sus compañeros le comunicaron la idea, el
técnico manchego, único español que forma parte del Salón de la
Fama del Baloncesto en Springfield (Massachussets), se negó en
rotundo. «Nos dijo que él pensaba seguir entrenando y que si le
hacíamos un homenaje sería igual que retirarle», recordaba en las
puertas de la capilla ardiente el director de la Escuela Nacional
de Entrenadores, Manolo Coloma, amigo personal y colaborador de
Díaz Miguel entre el 82 y el 83 en la selección española.
El gran impulsor del baloncesto nacional mantuvo esa ilusión por los banquillos hasta el final de sus días, como si nada de lo que ya había logrado fuera suficiente porque ese era su carácter: metódico y detallista hasta la exasperación en el trabajo que le apasionaba para luego convertirse en una persona abierta y afable que también estaba enamorado de la moda. Esos mismos técnicos recuerdan que Díaz Miguel fue el primero en traer las defensas presionantes al baloncesto español; en colocar como alero a Andrés Jiménez, que en su club era pívot; en hacer debutar a Juan Antonio Corbalán con diecisiete años cuando todavía era junior; o en utilizar el vídeo y las estadísticas para preparar los encuentros como le habían enseñado en Estados Unidos los míticos Lou Carnesseca y Dean Smith.
Pero Antonio también tenía recuerdos y, uno en concreto, muy especial. En 1980, el cáncer se cruzó por primera vez en su camino y le dejó viudo. Su anterior esposa, madre de sus dos hijas mayores, Almudena y Elsa, falleció tras varios meses de enfermedad. Mientras convalecía, Antonio, que mataba el gusanillo por jugar con el Plumillas, un equipo formado por ex jugadores y periodistas, se presentó antes de un partido y explicó a los compañeros de pachanga que su mujer necesitaba sangre.