Erika Szabo, de 52 años, de padre mallorquín y de madre húngara, está inmovilizada en una cama de dos metros llena de mantas, cojines y carpetas con documentación importante. A su derecha, una estantería repleta de medicamentos esenciales: los que toma para el dolor y los efectos colaterales, que le ha producido su cáncer estos últimos cuatro años.
Vive con su madre Jozsefne en un piso donde silencio y frío dominan el ambiente. Frío porque apenas está amueblado. Su pesadilla comenzó cuando los vecinos de su finca, ubicada en Can Pastilla, empezaron a complicarle la existencia: ruido de fondo, vigilancia constante y «amenazas».
Erika y su madre alquilaron esta vivienda en 2021 por 780 euros al mes y gastos aparte. Tuvieron dificultades para pagar, aunque aseguraron a los propietarios que lo harían. «Ellos saben que les hemos ingresado todas las facturas de gastos, y cuando hemos reunido el dinero, también la mensualidad. Yo en mi estado, enferma, ¿a dónde me voy ahora?», se pregunta Erika. Está en proceso de desahucio.
Cuando su madre Jozsefne sale a comprar, se prepara como si saliera a un campo de minas. Se pone un auricular en la oreja, ambas se llaman desde sus respectivos móviles y ella se lo guarda en uno de los bolsillos de su mochila. Además, coge un carrito. Durante la entrevista, Jozsefne salió a comprar y se escuchaban las conversaciones con las empleadas del supermercado y algunos comentarios de vecinos contra ella. «Esta es la realidad», expone Erika.
«Si tuviera dinero, nos hubiéramos ido. Hay vecinos que nos tiran agua sucia a nuestra ropa tendida». Ella y su madre hicieron recientemente un comunicado en redes sociales, desesperadas por encontrar un nuevo hogar y «poder curarme de una vez de mi cáncer, que ha empeorado desde que estoy en esta casa llena de humedades y frío». En la misiva, piden un hogar rústico donde puedan encargarse del mantenimiento, incluso «mi madre sabe cuidar de una granja».
Marcada por las tragedias
Erika se marchó de Mallorca con su madre hacia Budapest cuando su padre, siendo tan solo una niña, murió. No volvió a pisar Balears hasta sus 27 años. Ella sabe cinco idiomas, ha estudiado para ser guía turística, cocina, estadística y mecanografía. Pero conoció a un chico con el que estuvo 10 años. Y ahí empezaron las tragedias. «Trabajé todo ese tiempo con abogados, cobraba bien pero entregaba todo el dinero a mi pareja, ya que en ese momento construía una casa para los dos. Mientras, dormíamos en una autocaravana», rememora. Cuando terminó el chalet, él la dejó y no le dio nada. Erika tuvo que volver a nacer.
Ha dormido en su coche, en malas condiciones, y tuvo que vender algunos terrenos que tenía en Hungría. Con su madre, ha estado hasta ahora de alquiler en alquiler. Viven con una pensión de invalidez de Jozsefne y otra que tiene Erika, aunque está a la espera de que el Tribunal Médico le otorgue tres puntos más por su enfermedad para obtener así la minusvalía. A pesar de todo, ha habido milagros en la vida de Erika, como un COVID-19 que, mezclado con su cáncer, casi le mató pero sobrevivió.
La semana pasada recibieron un aviso del juzgado que notificaba el lanzamiento el 28 de marzo. Sin embargo, era un documento «no autorizado por el mismo juzgado porque no consta dicha notificación», ha podido averiguar este periódico. Erika y su madre piden ayuda para encontrar un hogar digno.