Alguien dijo que a los verdaderos artista se les reconoce por su capacidad de no perder una cierta inocencia y curiosidad, a pesar de los estragos que la vida les pueda deparar. Con esta premisa, cualquiera que se acerque a conocer al pintor Eduard Micus, alemán él, pero también muy ibicenco, se puede dar cuenta de que el requisito le cuadra como un guante. Sólo hay que hablar con él y ver su obra, de la que el Museu d'Art Contemporani (MAC) inauguró el pasado viernes una gran exposición antológica con motivo del 75 aniversario de este singular artista. Vista en conjunto se observa claramente su gusto por el riesgo, que le lleva a nuevos retos estéticos, algunos sorprendentes en un artista de tan provecta edad.
En compañía de su esposa Ingrid, su inseparable compañera desde hace 50 años (bodas de oro que se cumplen precisamente el próximo mes de agosto), esta «Cita en Ca n'Alfredo» estuvo impregnada por la memoria de personas y épocas decisivas en su biografía. Por ejemplo su progenitor, un personaje fundamental en su vida, quien le dio una educación humanista y de compromiso social. «Mi padre me dijo cuando era pequeño que un ser que no es socialista no tiene corazón; por algo está a la izquierda», recordó, añadiendo con ironía: «Lo que pasa es que luego deja uno de ser pequeño». En cualquier caso, y a pesar de los achaques y problemas de salud, el pintor considera «que mientras pueda trabajar», la edad no le molesta; «si no, kaput, terminado».
Porque no basta el recuerdo cuando aún queda tiempo, aunque el pasado pese ya más que el futuro. «Sí, me acuerdo mucho mejor de lo lejano que de lo próximo, y eso es un síntoma claro de vejez». Y la memoria se le escapa a la niñez, cuando en un gesto muy simbólico se partió la cadera al saltar desde un árbol emulando a Ícaro. «Fueron siete años de hospital, pero también fue mi suerte, ya que gracias a esta desgracia estoy vivo. Todos los compañeros de quinta de mi ciudad murieron en la guerra», apuntó.