Hay artistas que explotan todas sus cualidades en la madurez, como si descifraran un jeroglífico con el que han batallado largamente. Rosana Arbelo, la artista de voz enronquecida y rizos alborotados, encaja en ese grupo. La canaria ingresó en el selecto club de la fama superada la treintena con Lunas Rotas (1996), un álbum con el que atrapó el misterio de la canción en los márgenes de la música popular. Ahora regresa a la carretera con En la memoria de la piel (2016), un trabajo que llevará al Auditòrium de Palma el 8 de abril, a las 21.30.
Nunca ha sido una innovadora, ni jamás lo ha pretendido, pero estampa su optimismo en todo lo que toca, un valor añadido a la prestancia que ya de por sí arroja su repertorio. El optimismo, en efecto, sigue hinchando las velas de sus canciones: «Es una constante en mi vida, y trato de llevarla a mi obra con la mayor naturalidad posible. El optimismo es necesario porque la vida son tres días», reflexiona la artista. La memoria de la piel es un disco que derrocha energía, seducción y sensibilidad. El encanto de sus melodías y cambios de ritmo es un cóctel embriagador, rematado por un mensaje que llama a la unidad: «Pretende recordar las cosas que nos unen a los seres humanos, en un mundo empeñado en separar», sostiene.
En una escena dominada por la excentricidad de algunos artistas, llama la atención Rosana, una voz cálida y cercana que conecta meridianamente con la calle. ¿Cuál es su rol en una industria en la que lo extravagante se recibe con normalidad, mientras cada vez resulta más extravagante la normalidad? «Yo apuesto por la normalidad, no sabría hacerlo de otra manera. Mi compromiso es dejar la verdad en lo que hago, en cada álbum me despeloto», reconoce Rosana, que ni en la despedida se desprende de su bienhumorado halo vital: «Espero veros en el concierto, lo mejor está por llegar», concluye.