La nostalgia vende, y es indicativo de ello no sólo la multitud de libros que están sacando rédito a esta sentimiento tan humano (Yo fui a EGB y tantos otros), sino también la recurrencia con la que vuelven las temáticas y, sobre todo, la estética de esos años 80. Años movidos, odiados y amados por igual, de música electrónica, hombreras desconcertantes y exagerados cardados de pelo. Este revival lo hemos visto no sólo con los remakes o reboots de productos con los que disfrutamos hace treinta años, sino con una nueva hornada de títulos que buscan dejar ese mismo sabor de boca. En el cine, un ejemplo de lo primero es la nueva versión de Cazafantasmas, y de lo segundo, la manierista Turbo Kid. Y, por supuesto, Stranger Things. Y en medio de ese arrebato, Paper Girls, la serie de Brian K. Vaughan (Saga), que empezó a publicarse en 2015, aún antes que Stranger Things.
El cómic sigue la historia de cuatro chicas repartidoras de periódicos de 12 años del suburbio ficticio de Stony Stream en Cleveland. Mientras reparten periódicos en las primeras horas de la mañana de la noche de Halloween, la ciudad es golpeada por una invasión de una fuerza misteriosa del futuro. El encargado del apartado gráfico es Cliff Chiang, que ya había demostrado su extraordinaria valía en la etapa de Wonder Woman con Brian Azzarello. Aquí, su colorista Matt Wilson opta por una paleta pastel, con una clara preferencia por el tono rosado-lila, que marcará toda la serie.
En este primer tomo recopilatorio (la serie actualmente va por el cuarto), Vaughan despliega todos sus mecanismos de intriga y no da ninguna respuesta a los enigmas que pone sobre la mesa. Es más, a cada número sólo se nos plantean más y más preguntas: ¿qué es la extraña máquina que las chicas encuentran en un sótano? ¿quiénes los encapuchados que parecen venir del futuro? ¿por qué aparecen dinosaurios en un vórtice en el cielo? Todo esto puede frustrar un poco al lector, porque Paper Girls es una serie que se lee del tirón, y al que los tomos de 5 números de grapa casi sientan mal por lo rápido que pasan. Pero el lector debe dejar que el lazarillo de Vaughan nos guíe a ciegas a donde quiera que nos vaya a llevar.