A nuestros gobernantes tenemos derecho a exigirles ejemplaridad, coherencia, sensibilidad y respeto. Y la comida organizada por el alcalde de Ibiza, Rafa Ruiz, el pasado lunes en el Salón de Plenos de Can Botino a la que asistieron Francina Armengol y Josep Marí Ribas Agustinet junto a seis empresarios no es ejemplar, porque es un ejemplo de que las normas no las cumplen ni los que las promulgan, ya que el decreto en vigor recomienda «evitar las reuniones de trabajo o profesionales hechas de manera presencial». Es incoherente, porque es hacer todo lo contrario de lo que nos vienen diciendo que hagamos, ya que la comida es una triquiñuela, propia de la secular picaresca nacional, para sortear la imposibilidad de celebrar la comida en un local o en un domicilio. Es insensible con los ciudadanos a los que prohíbe Armengol convocar este tipo de encuentros con personas de otros núcleos de convivencia. Y, finalmente, es irrespetuoso con los empresarios a los que el Govern obliga a trabajar solo en el exterior, en mesas de cuatro personas y de dos núcleos de convivencia y solo hasta las 17 horas, negándose, además, a revisar las restricciones durante un mes, cuando hasta ahora era cada 15 días.
Comida de trabajo pública.
A pesar del intento del PSOE, del Ayuntamiento de Ibiza y del Govern de justificar la comida de trabajo celebrada en un edificio público y pagada con fondos públicos bajo el eufemismo de una reunión de trabajo, las pruebas no admiten dudas. Hoy publicamos que la propia Armengol reflejó en su agenda que tenía una comida a la que se trató de dar un carácter privado que obviamente no tenía.
Desprecio a sus normas.
Armengol no solo incumplió las recomendaciones de no teletrabajar cuando sea posible, y lo era, y de no evitar las reuniones de trabajo, algo muy fácil porque a las pocas horas tuvo una reunión con empresarios a la que podría haber invitado a todos los asistentes, sino que ayer en Menorca, en un alarde de chulería dictatorial, avisó de que seguiría incumpliendo las normas. Todo ello es censurable y justifica la indignación mayúscula de los ciudadanos que asisten atónitos al despropósito.