Con la pompa y solemnidad que caracteriza a la monarquía británica, Carlos III fue coronado ayer rey en la abadía de Westminster junto con su esposa Camila; una ceremonia que se repetía siete décadas después, cuando fue su madre, Isabel II, la que protagonizó el acto. Desde 1953 a 2023 el mundo ha cambiado de un modo radical, y por supuesto también la sociedad británica, pero que no se ha sustraido al interés mediático –seguido por millones de espectadores de todas las latitudes– por un evento –único ya en todas las monarquías europeas donde los reyes o reinas sólo se proclaman– que se enraíza en tradiciones seculares; muchas de ellas ya anacrónicas en los tiempos actuales. Los nuevos monarcas han tratado de ofrecer una imagen de austeridad y modernidad en la coronación, pero el esfuerzo no cierra el debate sobre el papel de la institución dentro y fuera del país.
La juventud se distancia.
El movimiento republicano dentro de Gran Bretaña todavía no tiene un calado social importante, aunque las encuestas entre la población más joven revelan un desapego creciente con respecto a la monarquía. Es uno de los síntomas iniciales de una corriente que Carlos III deberá atajar con urgencia, los fastos de la coronación son contemplados con incredulidad o indiferencia por un sector de la población británica. Validar el papel político que representa, en este caso el rey, ante la sociedad no es una terea sencilla; quizá ya no sea suficiente sólo con no molestar como se señala de manera coloquial.
También en la Commonwealth.
Carlos III también se coronó ayer rey de 13 de los 56 países de los cinco continentes que conforman la Commonwealth, organización en la que entre los países más representativos también crece el debate sobre su vinculación con la corona británica. Se abre, por tanto, un período delicado para los reyes Carlos y Camila si quieren asegurar el futuro de la institución que representan.