Francia aparece en todas las enciclopedias del mundo como la nación que inventó algo tan obvio "y tan difícil de imaginar en siglos pasados" como los derechos del hombre. El domingo la batalla electoral entre un derechista de toda la vida, Jacques Chirac, y un ultraderechista que da miedo, Jean Marie Le Pen, era, a grosso modo, un combate entre la democracia que defiende los derechos humanos y una nueva era en la que los derechos se aplicarían sólo a unos pocos. Por eso Chirac arrasó, llevándose más del 80% de los votos, aunque muchos de los votantes no sintieran simpatía por el presidente saliente. Incluso los troskistas habían pedido el voto para la derecha con tal de cerrar el paso a Le Pen. Algo que, paradójicamente, ha devuelto algo de la fuerza y la ilusión perdidas a una izquierda maltrecha tras el batacazo de la primera vuelta.
La asignatura pendiente de los socialistas será ahora reemplazar a una figura conocida, como Lionel Jospin, apeado de la política, por alguien que logre aglutinar el entusiasmo vivido la noche del domingo y obtener un buen resultado en las legislativas de junio. Pero un dato inquietante se cuela en los análisis: seis millones de franceses votaron al ultra, convencidos de que la xenofobia, el racismo y el antieuropeísmo son deseables para su país. Ayer mismo caía abatido a tiros el líder de la ultraderecha holandés, días antes de las elecciones en un país que destaca por su aperturismo. Un atentado que pone de manifiesto la importancia que están adquiriendo los radicalismos más extremos en un mundo, el de la política, que había perdido por completo la capacidad de ilusionar y de movilizar a la ciudadanía y en el que los partidos tradicionales habían difuminado de tal forma sus ideologías que prácticamente en nada se diferenciaban. Ante un panorama así, es fácil comprender por qué los jóvenes "que no han vivido guerras ni represiones" se lanzan de cabeza a los extremos.