Puesto el punto y final a una campaña electoral larguísima, entramos de lleno en la jornada de reflexión previa a la cita con las urnas. Por fin dejaremos de escuchar proclamas repetitivas, descalificaciones entre candidatos por televisión y los molestos coches con megafonía pidiendo el voto para tal o para cual. Hoy los únicos que podrán reclamar nuestros votos serán los aspirantes mudos desde las grandes vallas publicitarias sembradas por todas partes.
Es un día para pensar, aunque los votantes fieles a uno u otro partido tienen ya decidido desde mucho antes de comenzar la campaña a quién entregarán su confianza para los próximos cuatro años. Los otros, los que todavía no lo tienen claro, podrán repasar los programas electorales de todas las opciones. Porque si algo pasa desapercibido precisamente en una campaña electoral son los programas. Los candidatos manejan con fluidez los eslóganes, las frases hechas y las promesas más o menos incumplibles, pero suelen dejarse en el tintero el cómo, el cuándo y el porqué de esas promesas, que es, justamente, donde reside equid de la cuestión.
Por eso resulta crucial no dejarse deslumbrar por unas siglas, por la imagen del político, por su facilidad de palabra, por su simpatía innata, y mirar un poco más allá: el programa que define qué tipo de sociedad desea y los pasos que propone para lograrla.
Después de eso llega el día D, el 25 de mayo, en el que todos estamos llamados a participar. Cabe esperar una jornada pacífica con una gran participación que deje clara al menos una cosa: que la democracia funciona y que los españoles están interesados en diseñar el futuro de su entorno más inmediato -eligiendo alcaldes, gobiernos autonómicos y parlamentos- con el arma que el juego democrático pone a su alcance: el derecho al voto.