Abu Mazen, o Mahmud Abbas, como en realidad se llama, ha sido elegido por una amplia mayoría en las urnas para suceder a Yaser Arafat, un símbolo que le ha dejado el listón de la popularidad muy alto. Pero Abbas tiene una ventaja con la que aquél no contaba en estos últimos años: no ha atesorado tantas enemistades y sus eventuales interlocutores internacionales le abrirán las puertas con menos condiciones que a su predecesor. Pero Abu Mazen ha sido elegido, no lo olvidemos, por un pueblo que tiene muy claras sus aspiraciones nacionales. Y tendrá que cumplirlas, o intentarlo cuando menos, para ganarse las simpatías no sólo de sus votantes -que le darían la espalda en próximas convocatorias-, sino también de toda esa confusa red de terroristas y grupos satélites -recién celebradas las elecciones ya han vuelto a la violencia- que dominan la vida política palestina.
Y a juzgar por sus primeras declaraciones, empieza con un juego duro. Porque el nuevo líder se muestra inflexible en algunos de los puntos más conflictivos de su programa electoral y del proyecto nacional palestino, como conseguir un Estado con las fronteras de 1967 y con la capital en Jerusalén, que son precisamente los condicionantes más problemáticos a la hora de negociar la paz con Israel.
Pese a ello, y de momento, Israel está dispuesto a recibir al nuevo presidente palestino para tratar de dar un empujón a la moribunda «hoja de ruta», un objetivo que también se han marcado Estados Unidos y Europa. Y mientras la maquinaria diplomática mundial se pone en marcha, Palestina se enfrenta a un futuro incierto y arrastra problemas gravísimos al margen del nacionalismo. De las actuaciones de Mazen en todos esos ámbitos -económico, social, de violencia...- dependerá que la esperanza pueda regresar a ese rincón de la tierra castigado durante décadas.