Todas las naciones, todos los pueblos, tienen sus fantasmas y sus demonios porque la historia no perdona a nadie y al final cada uno tiene que mirar hacia atrás sin ira para comprender qué pasó, por qué y cómo evitar que vuelva a ocurrir aquello de lo que nadie quiere hablar.
Si hace unos días conmemoraba el mundo entero el sesenta aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz despertando los demonios y las miserias de una Alemania que apenas empieza a superar el trauma, mañana se recuerda la efeméride del bombardeo de Dresde por parte de la aviación británica. 245 aviones lanzaron 881 toneladas de bombas sobre la ciudad, sobre los ciudadanos, en el primer cuarto de hora en una noche cuya memoria todavía provoca reacciones contradictorias. Al día siguiente fueron pilotos norteamericanos quienes bombardearon el lugar, hasta entonces considerado seguro, y cuando faltaban sólo tres meses para el fin de la contienda mundial.
El resultado fueron unas cincuenta mil víctimas mortales, todas ellas civiles ajenos a la maquinaria nazi de la muerte y el dolor.
Hoy, sesenta años después, es difícil asimilar cosas así. Lo mismo que Gernika en los últimos tiempos de la Guerra Civil española, que Hiroshima en los estertores finales de la segunda gran guerra, el bombardeo de Dresde parece gratuito, injustificado y cruel desde el punto de vista humano y militar. Fue un acto de venganza, una rabieta de terribles consecuencias contra un pueblo que era ya el vencido, el humillado.
Ante estos hechos, que mañana se recuerdan con dolor, con incredulidad, sólo queda anteponer la convicción de que cualquier salida, por extrema que sea, es siempre preferible a la violencia, a la guerra, a las armas.