Ha pasado suficiente tiempo y se han conocido demasiadas contradicciones y falsedades desde que las tropas norteamericanas invadieron Irak, como para que a estas alturas incluso el más ingenuo de los ciudadanos del mundo pueda pensar que aquello constituyó una etapa más en la guerra emprendida por George Bush contra el terrorismo mundial. Entre otras razones, porque precisamente la guerra iraquí y la posterior ocupación del país han contribuido decisivamente a aumentar la amenaza terrorista. No. Se trataba, y se trata, de una guerra por el poder y no por la seguridad mundial que jamás se vio amenazada por el régimen iraquí y por sus inexistentes armas de destrucción masiva.
La estrategia de Washington resulta hoy evidente: conseguir el control de los recursos energéticos, aún a riesgo de generar un incremento del terrorismo y de contribuir a desequilibrar más la situación en Oriente Próximo. Dicho de otra manera, a la Casa Blanca, a los responsables de la Casa Blanca y del Pentágono les importa más el control del petróleo mundial, con lo que ello significa, que el hecho de que los ciudadanos del mundo vivan en paz. Irak es el segundo país del mundo que cuenta con mayores reservas de crudo y, por añadidura, está situado en el corazón mismo de la zona en la que se hallan los mayores recursos energéticos del planeta.
Su importancia estratégica, pues, tenía que convertirle tarde o temprano en objeto de la ambición norteamericana. Si EEUU logra el control de Oriente Próximo su influencia política será enorme sobra las economías de Europa y Asia, dependientes de la exportaciones de combustible de la región. Entonces, ni Europa ni el cada vez más pujante Extremo Oriente serán rivales de consideración para Washington. Norteamérica no fue a la guerra para acabar con el terrorismo ni para liquidar el régimen de Sadam, ni siquiera para controlar la producción de petróleo, sino para acumular aún más poder.