Ayer se celebró en todo el mundo el Día Internacional del Niño, una conmemoración que no debería existir en pleno siglo XXI, porque su mera presencia pone de manifiesto las inmensas y lacerantes lagunas que sufre este mundo nuestro en materia de protección de la infancia. Con este motivo se nos recuerda que noventa millones de niños carecen de alimentación básica y otros 400 millones no tienen acceso a agua potable. Con esta premisa inicial, es casi ridículo ponerse a hablar de los derechos de los niños, de lo crucial que resulta garantizar su bienestar, el respeto, la protección, la educación y todo lo demás. Porque si falla, ya de entrada, algo tan simple y tan fundamental como la alimentación, todo lo demás cae por su propio peso.
Y en esto volvemos a lo de siempre, a lamentarnos de que la situación de la infancia en el mundo no ha hecho más que empeorar o, en el mejor de los casos, estancarse en unos niveles penosísimos desde hace treinta años. La explotación laboral o sexual, el tráfico de seres humanos, la propagación de enfermedades transmitidas por la madre, la participación en guerras... son otros problemas añadidos a una situación ya de por sí tenebrosa.
Y ¿qué tenemos ante estos hechos? Una comunidad internacional que cierra deliberadamente los ojos por no reconocer su incapacidad secular para abordar un problema de semejante magnitud. Así, son las organizaciones caritativas, muchas veces en manos de la Iglesia, las que han de afrontar con pocos recursos y mucho esfuerzo y empeño la titánica tarea de solucionar una pequeña parte de las desgracias de algunos de ellos. Una vergüenza mundial que hace palidecer a cualquiera cuando contemplamos, por ejemplo, el dispendio en gastos de representación, en militarizar el planeta o en derroches varios entre los poderosos.