Según un reciente estudio llevado a cabo desde la Fundación de una conocida entidad bancaria, en España la inmigración sigue a un ritmo creciente hasta el punto de que en este momento tan sólo un país en todo el mundo, los Estados Unidos, recibe a un mayor número de inmigrantes que el nuestro. Entre el año 2001 y el 2006, España alcanzó una media anual de entrada de 500.000 personas, lo que ha situado la cifra de población foránea en 4,1 millones frente al millón escaso de hace únicamente seis años. La contundencia de los números es tal que obliga, más allá de la curiosidad demográfica o de la consideración del fenómeno como un «problema» teórico, a centrarlo como una realidad que es preciso evaluar desde todos los ángulos. Máxime, si como establece éste y también otros estudios, se trata de un proceso migratorio de instalación, y no sólo de una cuestión temporal de necesidad de mano de obra o de cualquier otro servicio. Dicho a las claras, en un alto porcentaje la oleada de inmigrantes que recibimos tiene intención de asumir la nacionalidad española y quedarse a vivir entre nosotros. Algo que por la misma fuerza de los hechos determina tanto que superen concepciones del fenómeno ya obsoletas, como que se establezcan las adecuadas previsiones.
Seguir opinando, como rezan las encuestas, que los españoles valoramos la aportación que hacen los inmigrantes pero que juzgamos que hay demasiados, no es algo que sirva para gran cosa. Y aún menos el alimentar caducos prejuicios. Los inmigrantes están aquí, y aquí trabajan y en su mayoría quieren quedarse. Las previsiones, tanto oficiales como oficiosas, establecen que de continuar creciendo la economía española como lo ha hecho durante el último lustro la llegada de inmigrantes seguirá al mismo ritmo. Por tanto, no es preciso ser un experto para deducir que la prueba de fuego llegará cuando nuestra economía frene o entre en crisis y los inmigrantes retornen a sus lugares de origen. Y para ello tenemos que estar preparados.