Cuando tenía 5 años mi profesora de segundo de «parvulitos» nos pidió que dibujásemos una vaca. Yo la pinté de color azul turquesa con las manchas en rosa fucsia. Eran mis colores preferidos de un roído estuche de lápices Plastidecor que no manchaban, no se rompían y que me permitían dibujar trazos para, acto seguido, rellenar el cielo y la tierra coloreando de lado sin salirme del folio. Su anuncio en televisión, protagonizado por dos chimpancés, también sumaba puntos a mi cariño por aquellos lápices blandos.
Mi vaca era gorda, sonreía, tenía unas pestañas y unas tetas inmensas y pastaba felizmente en un campo cuajado de extrañas flores amparada en un cielo limpio bajo la atenta mirada de una nube y de un sol risueños.
Mi maestra, para quien la imaginación era una tara, cogió aquel dibujo, se lo enseñó a todos mis compañeros y me puso en evidencia afirmando que yo debía venir de otro planeta donde las vacas eran de colores, los pastos se vestían con flores que no existían y el sol y las nubes tenían rostro. No contenta con la lágrima que pugnaba por derramárseme por el rostro ante las carcajadas del resto de la clase, me ordenó ir a la otra aula de infantil para contarles a los niños de la clase “A” lo que había ocurrido.
Cogí mi dibujo enfadada y llamé a la puerta contigua con decisión. Cuando la señorita Asun abrió y me vió con mi folio y mi coleta despeinada, me preguntó que qué hacía allí. Entré hasta el estrado, me coloqué frente a la pizarra y dije en voz alta y clara: «No sé por qué me han mandado la señorita Reyes aquí castigada a enseñar el dibujo más bonito de mi clase. Os presento a mi vaca, ella es feliz porque no tiene una profesora que la miente diciéndole que no hay vacas de colores, ni le dice que es de otro planeta». La señorita Asun evitó una sonrisa, me colocó el pelo y me mandó a mi clase. Se quedó con aquella vaca alegre y hace pocos meses, cuando nos encontramos en un bar de mi pueblo tomando un vino, me recordó esa anécdota con la misma cara de complicidad de hace treinta años. Allí, de adulta a adulta, le dije que era una pena que no hubiese sido ella mi maestra, porque su mirada viva e inquieta me hubiese ilustrado para ver más allá de lo obvio, precisamente lo que se supone que es el cometido del que enseña.
La señorita Reyes fue la peor maestra que he tenido nunca. No veía bien que fuese zurda, de hecho intentó corregir “aquel demoníaco defecto”, ni que cantase para aprenderme el abecedario, ni mucho menos que preguntase cosas que ella tildaba de “absurdas” en clase. La señorita Reyes había olvidado lo que era ser una niña y había aniquilado los susurros de su “yo” espontáneo, abierto, ilusionado, único y feliz. Hoy, para escribir este artículo sobre la Navidad, he recordado cómo pensaba aquella “mocosa” de cinco años en estas fechas en las que nuestras calles se llenan de luces. Ella no ponía en tela de juicio que celebrásemos que un niño naciera en un pesebre, que fuese hijo de un Dios que a la vez era tres “personas”, lo cual no me negarán que tiene mucho más de mágico, de increíble y de imaginativo que mi humilde vaca de colores, porque creía que todo era posible. Aquella niña creyó también en los Reyes Magos con fuerza durante años, tocó la pandereta rabiosamente en las cenas familiares, regaló dibujos y cuadros de colores indefinidos a sus padres y hermanos, pintó una piedra de rojo y juró que era una mariquita disfrazada y le pidió a su hermana que le leyera todos los días “El Principito” durante un año. Aquella niña prometió que nunca perdería la capacidad de asombrarse e ilusionarse con las cosas más nimias, aunque ni siquiera intuía lo que significa esa palabra.
Hoy esa bajita “loca” sigue buscando respuestas, adora conocer gente nueva, viajar y aprender de quienes la rodean, acepta a la gente como es, expresa sus sentimientos, cree que es capaz de todo y pregunta cuando no sabe de algo. Esa niña “permanece hambrienta y es alocada” dentro de un cuerpo de colores, como decía Steve Jobs y sigue creyendo en la magia porque vive en segunda persona el mayor milagro del mundo, el de la vida, en las barrigas de algunas de sus amigas.
Esta Navidad esa niña solo tiene un deseo que escribe con lápices de colores; que el mundo tenga más señoritas Asun, cuyos ojos no envejecerán nunca y enseñarán a su alumnos a sobrevivir en este mundo, y nos libre de señoritas Reyes que no creen en la magia. Por lo demás, queridos Reyes Magos, Papá Noel, renos y demás comitivas festivas, seguid haciendo felices a los millones de niños que nos hacen la vida más feliz y risueña.