Trinidad no fue precisamente muy amante de la acción. Más bien podría haberse la definido como la amante de la inacción.
Aquella persona que más que amar se dejaba amar, y que más que vivir, se dejaba vivir; pues así de comodona era esta. Tampoco fue gran amante del espagueti western, por lo que todo parecido con Terence Hill y Bud Spencer,- Bud por lo de la cerveza Budweiser, y Spencer por lo de Spencer Tracy, el actorazo de Hollywood- resultaría pura ficción. Además, las barbas nunca fueron su fuerte, y cuando me estoy refiriendo a barbas, hay que decir que ya no son como las de antes, tupidas y recortadas. Hasta diríase elegantes. Las de ahora son descuidadas, malolientes y hasta podría se decir en términos absolutamente peyorativos, Yihadistas. Trinidad, - léase de ahora en adelante “la Trini”- fue una mujer de estado. No de Estado con mayúsculas. Más bien de estado sin minúsculas. Si hubiera sido de Estado con mayúsculas, seguramente sería de Podemos, pero no del podemos más afrancesado, revolucionario y retrógrado al, más puro estilo de la Comuna de Paris, sino del Podemos del laisser faire y del laisser passer, que en cristiano de nuestra tierra viene a ser como un “passo de tó”. Sinceramente hubiera encajado en alguna poltrona del Congreso de los Diputados en donde además de hacerse famosa, se hubiera puesto morada de no decir ni que sí, ni tampoco que no, pues así era la Trini: alegre, jovial, atemporal e impertérrita al paso del tiempo. Y si hubiera tenido que ir a una manifestación de apoyo a algo, seguramente lo hubiera hecho por Facebook, porque total: Para que ir si ya están todos en el cotarro y no cabría un alfiler. Y todo para no molestar ni molestarse, claro. Además: eso de pasar calor entre tanta multitud, tampoco le fue muy bien. Por mi parte he de decir al respecto, que a la Trini la conocí muy bien. Fue en un momento cálido, sensual, ardiente diría yo. Se acercó a mi vera y con su mirada traviesa me observó de arriba abajo. Estaba claro que no era de su tipo, pero en la inmediatez de sus ojitos, y a pesar de pertenecer a mundos políticos distintos, pude observar que sus labios carnosos musitaban al viento del deseo carnal frases de amor, que tal vez ella consideraba tiernas y también amor: «vaya pantalones llevas», y acto seguido: «pana, pana americana»”, mientras toqueteaba mis muslos canijos de adolescente virgen, acojonado por la situación. Siempre, y con los años me pregunté a mi mismo, si esa cachondez del momento, era más bien el producto de una clave en modo americano. Modo de reflexión en el que por aquel entonces, Ronald Reegan interpretaba su mejor papel en el poder y se montaba sus películas allá por El Salvador, Guatemala y Panamá, lugares en donde el verdadero Bud Spencer, apodado el Trinidad, repartió bofeto- nes y tortazos a diestro y siniestro más que el propio Reegan, y muy a su pesar, y por mucho que el actor secundario dijese que había salvado al primer mundo, a costa del tercero. Y así estamos en que el tiempo fue pasando, y nos dejaron actores de la gran talla de Bud y también de la escasa talla de Ronald, Pero la Trini nunca se fue. Ella sigue y seguirá en el mundo, no porque yo lo diga, sino porque aquella mujer de principios dudosos, atemporales y perezosos, realmente apodada la Desidia, siempre estuvo y estará con nosotros, y no está dispuesta a renunciar a esos principios, en tanto que los nuestros sean también idénticos a los que ella ama y prodiga: la pereza, el desentendimiento, el desacuerdo y por supuesto, ella misma, la Desidia. Y en eso estamos.