El fenómeno es conocido y aparece constantemente en los medios de comunicación: un padre ejemplar mata a su esposa y sus dos hijos y luego se suicida. Un trabajador de conducta intachable sin venir a cuento toma un rehén, se parapeta en su casa y mata a varias personas antes de ser abatido por la policía; puede tratarse de un anciano o de un joven agobiado por el acné; de repente se ha sentido dueño de la vida y de la muerte, de la suya y de la de los demás. Ninguno de sus vecinos había notado nada hasta entonces, salvo tal vez cierto timidez o retraimiento. Se llega a la (errónea) conclusión de que «se trata de un caso aislado». Las autoridades respiran aliviadas, pero el hecho es que tiende a repetirse ad nauseam. En todos los casos, se trata de personas aisladas que no han conseguido relacionarse normalmente con sus semejantes, que han ido acumulando odio hacia los demás y hacia sí mismos y que lo canalizan en ansias de destrucción, incluyendo la de sí mismos. El fenómeno tiene mucho que ver con la generación de expectativas que difícilmente pueden cumplirse: generalización del bienestar e igualdad de derechos que cualquier canal de televisión desmiente a todas horas mostrando las desigualdades que campan por el mundo.
En una población mundial de unos 7.400 millones de personas, alrededor de 1.700 profesan la fe musulmana, un proyecto político anacrónico, teocrático y totalitario que más de uno se obstina en confundir con una religión; dicha fe proclama su superioridad sobre las de los 6.000 millones restantes: en la Sura 9, versículo 29, del Corán puede leerse: «Combatid a las Gentes del Libro (**) que no profesan la verdadera religión hasta que se os sometan y os paguen tributos». El arabista Bernard Lewis ha descrito como, a partir del siglo X, el sentimiento de superioridad de los árabes les llevó a tratar a los europeos con desinterés y condescendencia, considerándolos como una estirpe inferior, torpe y fácil de dominar. En la constatación histórica de ese craso error de percepción residen muchos de los males que hoy se manifiestan en forma de fundamentalismo islámico, a través de un mecanismo perfectamente identificable: según el creyente, la culpa de los males de las sociedades islámicas no reside en sus planteamientos anacrónicos, sino en las conjuras y maquinaciones de agentes exteriores infieles: si antes cruzados, mongoles, españoles, mamelucos, franceses, británicos y rusos, hoy el «Gran Satán» personificado en los Estados Unidos y, por supuesto, en los judíos. Y ello pese a que sociedades como la india, la china o la coreana no sufren hoy la carga de las culturas foráneas que en algún momento de la Historia las dominaron, algo que da qué pensar.
Según el Human Development Index, en los países musulmanes indicadores como el de expectativa de vida, grado de alfabetización y renta per capita están por debajo de la media mundial, como también lo están los de bienestar económico, educación y ciencia, por no hablar de libertades políticas. El número de libros publicados anualmente en los países islámicos es el 8 por 1.000 de la producción mundial y el de traducciones al árabe desde tiempos del Califa al Mamún (813-833) equivale al de las que se hoy publican en España en un año.
Islam significa «sumisión» y, por eso, quienes no se someten y pretenden expresar libremente sus opiniones se juegan literalmente la vida. Según el Arab Human Development Report el 50 por ciento de todos los médicos, el 25 por ciento de los científicos y el 23 por ciento de los ingenieros de países mulsulmanes han emigrado a Occidente.
Por otra parte, el Islam prescinde del papel indispensable de la mujer en una sociedad justa al convertirlas en ciudadanas de segunda clase. «Los hombres son superiores a las mujeres porque Alá así las ha creado … y si teméis que os lo cuestionen, hacedles el vacío, recluidlas en una habitación y golpeadlas; pero, si os obedecen, no les guardéis rencor.» (Sura 4, versículo 34).
Los sentimientos de superioridad que la tenaz realidad desmiente desencadenan mecanismos de compensación en forma de enfermedades narcisistas, proyección de culpas, teorías conspiratorias y proyecciones de todo tipo; cualquier cosa menos reconocer que el origen de los males está en la propia doctrina. Desde el siglo XV, los eruditos islámicos se opusieron a la imprenta porque no debía haber más libro que el Corán. Las consecuencias no se hicieron esperar: los árabes no han aportado ningún invento digno de mención en los últimos cuatrocientos años. Cierto autor iraquí afirmó que «si un árabe hubiera descubierto la máquina de vapor en el siglo XVIII jamás hubiera podido construirla».
Tratar de comprender el mecanismo básico del terrorismo islámico lleva a considerarlo la revancha de los perdedores. Sin esta comprensión, todo intento de combatirlo podría resultar vano e incluso contraproducente.
La irritación del perdedor se incrementa a medida que observa mejoría en los demás. Su salida final es una mescolanza de impulsos de destrucción y autodestrucción. El perdedor es consciente de serlo y su resentimiento le lleva a que su única forma de compensar esa vivencia sea la de hacer perdedores a otros, por lo que no es de extrañar que no teman perecer en su intento revanchista, ya que son conscientes de que, de continuar viviendo, seguirían siendo perdedores. Por otra parte, saben que al desencadenar su furia destructiva serán objeto de atención mediática y tendrán su minuto de gloria; todo ello agravado por el hecho de que creen a pie juntillas que les espera un Paraíso poblado de huríes; los pobres no saben que se trata de una mala transcripción: no se trata de mujeres bellísimas sino de racimos de suculentas uvas.
(**) Judíos y cristianos; el Libro es la Biblia.