Igual la lectura, o según qué lecturas, sea un pecado capital. O la sublimación de los otros siete, si es que aún están vigentes y se siguen llamando así. No halló otra manera de explicar la extraña relación que tengo con los libros que me gustan y con quienes los han escrito. Los libros que me gustan, los que me enganchan desde el principio, despiertan mis pasiones más ocultas, aquellas que, antaño, también se llamaban pecados capitales: gula, lujuria, soberbia, etc, etc y, sobre todo, envidia. Devoro las historias que me gustan, me las trago sin medida, como si comiera a dos carrillos y conforme voy llegando al final y menos páginas quedan, las toco una y otra vez para que no se me escapen, noto como se me desencajan los ojos mientras leo (o como) cada vez más aprisa con la duda o la sospecha de si me habré tragado sin masticar y saborear alguna nota a pie de página, alguna metáfora o alguna referencia que no tenía antes de empezar. Además, desde que aprendí a utilizar el teléfono móvil para ese fin, he adoptado otra costumbre pecaminosa: el exhibicionismo. Hago fotos a portadas de libros que me están gustando o a páginas que me llaman especialmente la atención y luego las difundo por las redes sociales. Me da por presumir y encima lo comparto.
Por lo que sea, lo que debía ser sana admiración a quien han escrito esas palabras y han contado esas historias se transforma envidia por no haberlas escrito yo. Y no se acaban ahí mis pecados. Es que me lleno de soberbia (o de orgullo, que nunca distingo bien la diferencia) y me digo que si yo no he escrito antes eso, es por pereza y que, naturalmente, eso es lo que explica que sea ese libro (y no el que nunca he llegado a escribir) el que vaya de mano en mano. Me indigno y, lo que es peor, lo cuento como si tal cosa y sin temor a caer en el ridículo. Además, me pongo muy pelma recomendándolo.