El acontecimiento de la Transfiguración del Señor fue una manifestación de la gloria y de la majestad que en el Cielo posee la Humanidad santísima de Jesucristo. En el monte Tabor, Jesús se transfigura de tal manera, nos dice el Evangelio que su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos blancos como la luz. Jesús sabía que sus discípulos se iban a escandalizar con su muerte. Entonces los previene y les conforta en su fe. El testimonio del Padre expresado en las mismas palabras que en el día del Bautismo en el rio Jordán, revela a los tres apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Hijo muy amado, Dios mismo. A las palabras pronunciadas en el Jordán, añade "escuchadle". Por medio de Jesucristo, Dios habla a todos los hombres; su voz resuena a través de los tiempos por medio de la Iglesia. «Quien a vosotros oye a mí me oye». Las palabras de Jesús también son escuchadas, por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres y mujeres que no están aún en condiciones de repetir con Pedro. «Tu eres el Mesías, El Hijo de Dios vivo». El Hijo de Dios habla a toda la humanidad con su misma vida, con su amor que abarca a todos. El Señor nos habla con su muerte en la cruz. "Me amó y se entregó a la muerte por mí». La Iglesia continuamente revive su Muerte y su Resurrección, que constituyen la esencia de la vida cotidiana de la Iglesia. En la Eucaristía, se renueva sacramentalmente el Sacrificio de la Cruz. ¡Misterio de Fe!. Al participar en la Eucaristía celebramos nuestra fe en Jesucristo que murió por nosotros, que resucitó al tercer día y vive para siempre. En la Iglesia todos los días y todas la horas se ofrece el santo Sacrificio que aprovecha y hace bien a todos, a los vivos y a los difuntos. « Si conocieras el don de Dios» ( Jn 4,10).
El regalo más grande no es algo, es alguien. Es Jesucristo al que tenemos real, verdadera y substancialmente en la Eucaristía. Si omitimos en nuestra vida la Santa Misa, no sabemos lo que nos perdemos.