Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré». Nuestro divino Maestro se dirige a las multitudes que le siguen. El Señor está en una actitud de invitación, de conocimiento y de compasión por nosotros. Los sabios de este mundo, esto es, los que confían en su propia sabiduría, no pueden aceptar la revelación que Cristo nos ha traído. "Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas".
Los fariseos imponían cargas insoportables a la gente. Esas cargas farisaicas no daban la paz del corazón. Jesús habla a aquellas gentes, y a nosotros de su yugo y de su carga. Cualquier otra carga oprime y abruma, pero la de Cristo tiene alas. Si a un pájaro le quitas las alas, parece que le alivias del peso, pero le impides volar.
La visión sobrenatural de las cosas de Dios siempre va unida a la humildad. El que se considera poca cosa delante de Dios, el que es humilde puede ver las cosas; en cambio el que es orgulloso y arrogante de su propia valía no percibe lo sobrenatural. El Señor resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes. Solo el Evangelio calma la sed de verdad y justicia que anhelan los corazones sinceros. Con un poco de experiencia en el trato personal con el Señor entendemos que nos diga: "mi yugo es suave y mi carga ligera". Es como si nos dijera: Todos los que andáis atormentados con la carga de vuestros problemas, prescindid de ellos, viniendo a Mí y hallaréis para vuestras almas el descanso y la paz que todos anhelamos.
Jesús da gracias al Padre porque oculta las cosas a los sabios y prudentes, y las revela a la gente sencilla. Es Jesucristo quien revela su divinidad. El Hijo conoce al Padre con el mismo conocimiento con que el Padre conoce al Hijo. Esto implica la unidad de naturaleza, es decir, Jesús es Dios como el Padre. Como Santo Tomás de Aquino le decimos : "Señor mío y Dios mío"
¡Alabado sea Jesucristo!