Hablar de prostitución es meterse en camisas de once varas. En parte por sus centenarios prejuicios, mundo oscuro y sucio, y el estigma de una sociedad interesada en su práctica identificada con una máscara ficticia, abocados a sus beneficios o en turbar su sed. La prostituta es mala mujer, viciosa, pervertida, ninfómana y convertida en navaja suiza. Un individuo de mucho cuidado. Lo contrario a su presa, el paladín de espada. Ciega representación. No todo debería valer en este mundo de luces. La alegalidad es perturbadora para el voluntarismo, alevosía para las encordadas.
Es tramposo hilar la prostitución a la trata de mujeres. La voluntariedad no crea esclavas sexuales, adormecidas bajo aliento de cebada. Éstas se ven forzadas al ejercicio del sexo para adinerar a los proxenetas sin más contemplaciones. Cruzan las fronteras para conectarse como máquinas tragaperras bajo el aviso de un móvil. El pasado sábado por la noche, los vecinos de la calle Rosell de Sant Antoni protestaron contra el sexo callejero. El sexo bajo la luna unido a los robos, las peleas y el asedio a los turistas. No se puede hacer oídos sordos a una situación del todo vale. Caminar esquivando preservativos estallados de semillas tiradas en las cunetas, sismos variables y marcas de guerra a vehículos, no deberían ser parte de nuestra distorsionada imagen. La de Ibiza. Sus plazas para torear están camufladas y consumidas por la escasa luz. Lejos de la constituida por muchas mujeres bajo el paraguas de una necesidad personal (el dinero) y sin presiones de terceras personas. No hagamos tabla rasa. He aquí la prostitución sin antifaz.
No forma parte de un juego. La prostitución es un salvavidas. La regulación debe ampararse en garantizar que las prostitutas tengan derechos y deberes, además de normalizar su actividad y mano dura contra la trata.