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Opinión / Fernando Jáuregui

El, pongamos por ejemplo, ‘caso Andrea Levy'

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Minutos posteriores a la manifestación por la paz y contra el miedo en Barcelona. A Andrea Levy, vicesecretaria
de Estudios y Programas del Partido Popular, los manifestantes, congregados alrededor del ‘set' de televisión donde la entrevistaban, apenas la dejaban expresarse: crispada, casi gritaba, como los propios presentadores del programa, en plena plaza de Catalunya, para hacerse entender. Los espectadores, como quien suscribe y otros cientos de miles, estábamos perplejos: tras el improvisado plató, manifestantes blandían banderas republicanas y alguna estelada. Menuda oportunidad de mostrar al mundo la ‘realidad alternativa' de esos cientos de vociferantes. Dos minutos antes, Pablo Iglesias, que ocupó el set donde luego se sentaría la barcelonesa Levy, había sido aplaudido por esos mismos manifestantes. Que eran, sin duda, el núcleo duro de los que protagonizaron la mayor pitada contra el Rey que se recuerda contra un jefe del Estado en un acto dedicado, en teoría, a recordar a las víctimas de un atentado terrorista producido por la más terrible amenaza
contra Occidente. Ahora, este lunes, hay que empezar a meditar sobre las consecuencias del ‘caso Levy', que puede ser el ‘caso Felipe de Borbón'. O el caso ‘libertad de expresión', si usted quiere. O quizá ‘el caso de Catalunya versus Catalunya'. Dijo Puigdemont, el día siguiente del asesino atropello en las Ramblas, que era «miserable» mezclar el atentado terrorista con el procés que, dentro de treinta y tres días, estallará, en forma de ocho mil urnas, en toda Cataluña. No sé qué tendrá que decir el molt honorable president de la Generalitat
acerca de lo que ocurrió en la manifestación del sábado. No seré yo quien lance la primera piedra de la acusación, pero había un tufillo de respaldo oficial, u oficioso, tras los carteles que acusaban al Rey por la venta de las armas que sirven al yihadismo para cometer sus crímenes (aunque en el caso de Barcelona el arma
fue un automóvil), y tras el reparto de esteladas. No, seguramente no fue directamente la Generalitat; ni el Govern, que para eso están las manos ejecutoras de organizaciones paraoficiales como la Assemblea. Fue, en todo caso, miserable no acordarse de las víctimas más que en el parlamento algo engolado de Rosa María Sardá
o en las declaraciones ‘políticamente correctas' ante los micrófonos... y aprovechar en cambio la concentración de medio millón de personas (cifra a mi entender exagerada) para gritar a los medios extranjeros que seguían el acto que en Cataluña hay una inmensa movida contra el Rey, es decir, contra España, contra el Gobierno central y contra los presidentes de la docena de autonomías que allí estaban.

Digo yo que alguna responsabilidad, por acción o por omisión, tendrán la Generalitat y el Govern, uno de cuyos más importantes representantes, Oriol Junqueras, dice el diario ‘El Confidencial' que se reunió aquella noche, aprovechando la presencia en la manifestación de un político izquierdista destacado, como Pablo Iglesias, en una cena secreta que, por supuesto, mucho tendría que ver con conspiraciones políticas ‘paralelas' y nada con víctimas de atentados. Sospecho que el tema, al que se procuró nocturnidad clandestina, traerá cola en su momento, ya verá usted. Estoy seguro de que la mayor parte de los manifestantes no compartía nada de eso. Ni tampoco la imprudente afirmación de un conocido locutor que, desde el plató de una televisión, la misma donde antes se había intentado entrevistar a Levy, pretendió hacerse cómplice con Xavier Doménech diciéndole que «el Rey tendría que habérselo pensado antes de venir a Barcelona» para evitarse los silbidos. Algún editorial, cierto que aislado, he leído este domingo en el mismo sentido. Mi opinión es la contraria: Felipe VI, el jefe del Estado en el que se produjo el atentado, tenía obligatoriamente que ir a Barcelona. Claro que sabía que le iban a pitar, como lo sabe siempre que acude a la final de la Copa del Rey. Creo que, aun a riesgo de que se nos llame ‘cortesanos' (¿?), somos muchos más los que aplaudimos su presencia en el acto, que teóricamente se dedicaba a homenajear a las víctimas, que los mal educados que silban siempre cuando, como decía Pujol cuando le respetábamos, no toca. No suelo elogiar a Rajoy, que esta semana deberá comparecer en el Congreso para hablar de un tema distinto y distante, como la pasada corrupción en su partido, pero debo decir que estuvo, como el propio Rey, en su lugar. Serio, impasible ante la barahúnda. Contenido y sin echar campana alguna al vuelo. Sabiendo que la minoría silenciosa es eso mismo: la que no grita y, a veces, se escandaliza por los gritos. Yo creo que el presidente del Gobierno central, siempre impasible, atesora algunos datos que tal vez concurran a facilitar la desmovilización ante el 1 de octubre, que se acerca amenazante. Quizá los saque, pero cuando lo considere más conveniente, que sus ‘tempos' ya se sabe que son indescifrables y resulta difícil compartirlos. Pero, de momento, ya digo: tiene que ir, probablemente esta semana, al Congreso para muy otras cosas, que cada día tiene su afán. Lo que es indudable es que todos, los del lado de acá y los del de allá, han de entender que la manifestación del histórico día 26 de agosto de 2017, a poco más de un mes del choque de trenes previsible, marca un antes y un después. Alguien, muchos, habrán, habremos, de reflexionar sobre lo que pasó y sobre lo que puede pasar. La situación es tan insostenible que ni un homenaje a los muertos y heridos en un atentado puede hacerse ya con normalidad. Tan increíble que algunos se permiten querer echar al jefe del Estado de una parte del territorio nacional. Desde luego, espero que nunca se repita algo como, pongamos, ‘el caso Andrea Levy', justificado por Pablo Iglesias como un acto ‘de libertad de expresión'. Sí, libertad para todos, menos para Levy y para quienes, como quien suscribe, queríamos escucharla en la pequeña pantalla.

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