Cuando era pequeña mis amigas me contaron dos grandes mentiras sin saber, eso sí, que lo estaban haciendo. La primera me aseguró que era muy probable que padeciese la “solitaria”, porque comía demasiado y no engordaba. Recuerdo que llegué a casa aterrada y que, cuando se lo conté a mi madre, esta me dijo que lo que tenía era demasiados pájaros en la cabeza y que si no cogía peso era, simple y llanamente, porque era “puro nervio” y no paraba quieta. Reconozco que me tranquilizó, y que el hecho de que en aquella época no existiese Internet evitó despertar en mí a la pequeña hipocondríaca que llevaba dentro, pero estuve durante semanas leyendo historias sobre tenias y lombrices en todas las enciclopedias familiares.
La otra gran mentira también tenía carices médicos y aseguraba que si te sentabas en una silla caliente podrías “coger” almorranas. En este caso no le conté a nadie aquel nuevo pánico insertado en mis tripas, pero evité durante años acomodarme en asientos de transportes públicos, aulas o bancos que hubiesen sido previamente ocupados.
Los años me han demostrado que no tenía ningún parásito intestinal, ya que ahora retengo cada gramo de grasa que entra en mi cuerpo, y que las hemorroides se padecen en silencio y en soledad, es decir, que no son contagiosas. Eso sí, como en todas las parábolas, la moraleja de aquellas dos grandes falacias me sirvió para aprender tres cosas: a mantener una correcta higiene a la hora de consumir alimentos, a no sumergirme en lagos tropicales, algo muy típico y común en un país como España por otro lado, y a no calentar la silla ni confiar en quienes lo hacen. Puede que esa aprensión a estar demasiado tiempo sentada o a ocupar sitios ajenos me sirviese para no comulgar con la tradición nacional de no moverse del puesto de trabajo hasta que el jefe se marche a casa o intentar ascender a fuerza de supuestas horas extra. En muchos casos, menos es más y tentar a las horas jugando al solitario o chateando en redes sociales no se traduce en una mayor eficiencia. Estoy mucho más de acuerdo con los modelos europeos que nos presentan sistemas laborales más eficientes basados en el teletrabajo, en los horarios flexibles y en las jornadas estipuladas por proyecto, y no por tiempo. La pretensión de las empresas debería ser contar con empleados felices que se despierten con ganas de ir al trabajo, que no tengan miedo si llegan diez minutos tarde, deben marcharse a recoger a sus hijos al colegio o prefieren trabajar desde casa por cualquier razón coherente. La filosofía de los nuevos directores de éxito demuestra lo pragmático que es involucrar a los equipos en la organización de la empresa y cómo el karma acredita que si permites que sus vidas profesionales sean más humana con una actitud más empática y comprensiva el resultado es eficiencia en el desarrollo de sus tareas y más pasión y cariño en las mismas.
Hace unos días, un hombre que trabaja en un supermercado de Barcelona fue despedido porque tenía la mala costumbre de entrar antes de tiempo en su empresa para preparar el local y los pedidos. Lo hacía de forma sigilosa, sin fichar, sin jactarse por ello, pero ese atrevimiento vulneraba los protocolos de la cadena. Una página recoge firmas para que el joven, que se defendió afirmando que solo pretendía dar el servicio que merecían sus usuarios tras una reestructuración de personal de su equipo, sea readmitido, aunque no creo que alguien con esa capacidad de cumplimiento con sus tareas tenga problema alguno en lograr encontrar un puesto en el que valoren su esfuerzo y entrega. La delgada y solitaria línea que separa a quienes se dedican en cuerpo y alma a todo lo que hacen es sigilosa y algunas veces puede pasar desapercibida, pero al final acaba recompensando a los “culos inquietos” que nos negamos por poderosas razones a ser simplemente “calientasillas”.