En las sedes del PP, PSC y Ciudadanos, había ayer, a últimas horas de la tarde, rostros sonrientes y expresiones sosegadas. La tensión de la precampaña, y el temor a que una situación extraordinaria derive en unos resultados también extraordinarios, pero sin saber hacia qué orilla va la ola, se fue desvaneciendo a medida que se constataba el enfado de la ciudadanía catalana, no con la huelga, sino con el sabotaje. La huelga es un derecho de los trabajadores y un inconveniente para los que no la quieren secundar, pero el sabotaje es un secuestro de las libertades de los demás, una coerción insoportable, que sólo se puede ejercer con violencia, porque se violenta el libre albedrío, cuando se obliga a un vehículo a detenerse o cuando se impide a un ciudadano que ha comprado un billete para ir a Zaragoza, a un entierro o a una boda, subir al tren. Un militante en uno de los partidos constitucionalistas, de cuyo nombre no quiero acordarme, me comentaba ayer con anhelo: «Si llevaran a cabo, una semana antes de la campaña, un par de tonterías como la del miércoles, estaríamos salvados». Y añadía: «Por supuesto, que antiguos miembros de Convergencia jamás votarán al PSOE o a Ciudadanos, pero es posible que lo hagan al PSC o que se queden en casa. Y eso no es nada bueno para los secesionistas». Y quedan dos imágenes para la memoria de quienes no estamos en el ojo de la tormenta: la de los mossos protegiendo a los saboteadores de los ciudadanos cabreados a los que, presuntamente, deberían defender, y la indecente manipulación de los niños llevados al follón con tanta inconsciencia como miseria moral. La decadencia ética ha llegado a un punto de difícil retorno. Puede que la economía se recomponga, y que vuelvan algunas de las más de dos mil empresas que huyeron del anunciado desastre, pero es muy difícil que retorne el sentido común y la dignidad.
OPINIÓN | Luis del Val
Buena precampaña
L. del Val |