Nunca he navegado en un barco abstemio. Incluso en mis travesías índicas por aguas de la Media Luna, los experimentados marineros, de ascendencia omaní, permitían mi bien provisto bar a bordo del dhow de vela latina mientras ellos mascaban el khat, una hierba estimulante que les mantenía los ojos abiertos en las navegadas nocturnas, cuando cantaban las canciones de Simbad. Son diferencias culturales que se aceptan con la mestiza tolerancia del mar. Ya escribió Joseph Conrad que los marinos pertenecen a una única familia: Todos son descendientes de aquel antepasado aventurero y peludo que, a horcajadas sobre un leño informe y valiéndose de una rama encorvada como zagual, realizara la primera excursión costera por alguna bahía protegida en la que resonarían los gritos de admiración de su tribu…
En el puerto de San Antonio, refugio de tribus diversas, charlo, en medio de una mañana huracanada en la que juegan los audaces chiflados del kitesurf, con los marinos de la Ruta de la Sal. Muchos son aficionados a la ginebra, pero pocos piden Gordon´s, la favorita de Don Juan, y ríen cuando les confieso que también sirve a modo de colonia.
Pero tal vez lo mejor sea el café caleta para conjurar los fríos invernales que se disiparán con la bendición urbi et orbe del Papa. Un café caliente rezumante de brandy, ron, granos de café, con algo de canela y la aromática corteza de naranja y limón, quita el frío y el espanto a todo marinero.
Pese a la irrupción de tanto vegano new-age que jamás ha leído a Allan Watts, en los dominios de la Cristiandad siempre se ha bebido y, gracias a la batalla de Lepanto, en las Baleares podemos seguir brindando con un palo con ginebra y comer sobrasadas. Es otra forma de navegar.